Opinión | Óbito
Jaume Flaquer

Jaume Flaquer

Jaume Flaquer, jesuita, es miembro del centro de estudios Cristianisme i Justícia (Barcelona) y profesor de la Facultad de Teología de Granada - Universidad Loyola

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El papa imparte la bendición 'Urbi et Orbi' en San Pedro

El papa imparte la bendición 'Urbi et Orbi' en San Pedro / AP LaPresse

El 13 de marzo de 2013 aparecía, con rostro tranquilo, en el balcón de la plaza de san Pedro, el Papa que debía poner fin a la crisis interna vaticana que desembocó en la renuncia de Benedicto XVI. El papa alemán tiraba la toalla y era necesario encontrar a alguien que no solo entendiese su pontificado como un servicio doctrinal de la fe ante la secularización de Occidente, sino alguien que no delegase la tarea de gobierno de la Iglesia a otros como había hecho Benedicto. Debía ser un hombre con capacidad de liderazgo para poner orden, preferiblemente externo para salir del bucle en el que se había enrocado la Curia, y con visión de futuro para generar esperanza.

Francisco convenció a los cardenales porque defendió que “la Iglesia debía salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales” y debía dejar de ser una Iglesia “autorreferencial” preocupada solo por ella misma.

El Papa argentino fue consecuente con esta misión tomando una decisión radical: evitar los países tradicionalmente católicos europeos y optar por visitar países del sur global, especialmente por aquellos donde el cristianismo es una minoría. Junto con esto, optó por elegir cardenales de entre iglesias minúsculas, como la de Rabat y la de Argel. Estas opciones junto con un famoso discurso -muy crítico- sobre las quince enfermedades de la Curia romana, fueron creando malestar en el establishment tradicional de la Iglesia, acusándole de cuidar más a los “de fuera” que a los “de dentro”. Si a esto le añadimos su defensa de los refugiados y del diálogo interreligioso con el islam podemos entender por qué Francisco se convirtió en una referente moral mundial y a la vez en un Papa cada vez más cuestionado desde el ala más conservadora de la Iglesia.

La sencillez de un Papa que escogía por primera vez el nombre del santo de Asís para subrayar la pobreza evangélica disparó inicialmente su popularidad. Su crítica al clericalismo y su subrayado social le atrajeron la simpatía de los herederos de la antigua teología de la liberación, que le habían acogido inicialmente con gran reserva por sus decisiones durante la dictadura en Argentina. 

Al mismo tiempo, el conservadurismo eclesial se fue distanciando cada vez más de él. Su apuesta ecológica y lucha contra el cambio climático como parte de una preocupación por la suerte de los pobres, su denuncia profética contra un capitalismo que mata, su determinación por mejorar el papel de la mujer en la Iglesia, su acogida dentro de ella también a divorciados y homosexuales, su tolerancia cero con la pederastia y los abusos, y su asunción de la agenda 2030, agotaron la paciencia de la Iglesia más tradicional e identificaron a Francisco con la cultura woke. La oposición a Francisco ha crecido en paralelo al auge del trumpismo, de Milei o Vox. Solo la condena reiterada de Francisco contra el aborto les apaciguó en ciertos momentos.

Desde el Concilio Vaticano II no habíamos visto una crítica tan agria contra un Papa. Algunos de los que habían sido antes más “papistas” se habían convertido en los más anti-Francisco. ¿Con qué lógica? Si bajo el pontificado de Juan Pablo II discrepar del Papa te situaba al borde de la herejía, la discrepancia con Francisco le situaba a él al borde de la herejía. ¿Cómo podría ser un Papa hereje? Si su elección no había sido válida. De esta manera, estos grupos eclesiales inventaron la teoría del sede-vacantismo, es decir, la sede de Pedro estaba vacante: no era pues obligatorio obedecer a Francisco. Benedicto XVI había, según ellos, renunciado bajo presión y, por tanto, el Cónclave no era legítimo. Aun siendo el sede-vacantismo una teoría muy minoritaria sorprende que no pocos hayan flirteado abiertamente con ella de manera implícita. 

Los que le criticaron de preocuparse por temas materiales de “este mundo” no supieron ver que el Papa era un hombre espiritual empapado de la contemplación de Jesús propia de los jesuitas. Heredó de estos la organización, el discernimiento y la capacidad crítica, y de san Francisco la sencillez.

Francisco será recordado como el zenit de una Iglesia centrada en Jesús, inspirada por su misericordia y pacifismo absoluto, alentada por su acercamiento a todo tipo de márgenes de la sociedad, estimulada por su denuncia de los poderes económicos e interpelada por su crítica contra las religiosidades farisaicas. 

Podemos prever que el próximo Papa suavizará seguramente la agenda social de Francisco y se centrará en los acuciantes retos que conlleva la secularización de Occidente.