Todo es posible
Cuando alguien amaga con hacer una locura, los que lo rodean suelen quedarse parados, preguntándose si se atreverá.

Donald Trump / Will Oliver / EFE
A mí también me atrae Groenlandia, la verdad. Quizás no pueda decir por qué razones concretas me gusta, pero me gusta. Me gusta, digamos, desde aquí, metido en casa, con los pies encima de la mesa. Pero, para ser sinceros, no me imagino qué podría pintar alguien como yo en un lugar tan inhóspito como Groenlandia. Ni siquiera sé cómo me las arreglaría para llegar. Una vez allí algo surgiría, supongo. Siempre surgen cosas. Uno va a los sitios y acaba entreteniéndose del modo más inesperado, incluso metiéndose en líos que nunca habría previsto. En estos casos siempre pienso en Phil Connors, el arrogante meteorólogo televisivo que acudía a Punxsutawney, en Pensilvania, a cubrir el evento anual del Día de la marmota, y su vida se complicaba de tal manera que se veía atrapado en un bucle temporal que le obligaba a repetir el mismo día una y otra vez.
Yo me presentaría en Groenlandia, me haría amigo de un oso, que en un despiste o exceso de confianza, acabaría matándome. Eso sí puedo imaginármelo. En este sentido, no me cabe duda de que Donald Trump sabría sacarle mucho más provecho a la isla. Ahora bien, ¿conseguirá quedársela? Cuando alguien amaga con hacer una locura, los que lo rodean suelen quedarse parados, preguntándose si se atreverá. Unos pocos se decantarán porque sí, y al resto le parecerá que ni un tarado incurre en ciertos delirios. Creo que la posición correcta pasa por abrirse a la idea de que todo es posible. No creo que nadie conozca tanto a otra persona que siempre sea capaz de pronosticar cómo va a actuar en cada momento. A veces ni siquiera puedes adivinar cómo vas a actuar tú. Hace dos días, después de una tromba de agua descomunal, salió el sol y me fui a dar un paso con mi hija. Pasamos al lado de un enorme charco, que Helena rodeó, inteligentemente. No las tenía todas conmigo. Con los niños ya se sabe: nunca se sabe. Cuando llegó mi turno, por alguna razón consideré que el charco en realidad no era tan hondo como parecía, y de pronto rodearlo me pareció menos perspicaz que atravesarlo, así que eso hice. Tuve que volver a casa a cambiarme de calzado y calcetines. Nunca confíes del todo en tus capacidades.
Pero aún menos en las ajenas. En los ochenta, siendo un niño, acudí a la inauguración de la piscina de mi pueblo. «Alcalde, ¿puedo estrenarla?», preguntó uno de los vecinos. «Por supuesto», dijo el regidor. Todos sabían que Ángel no sabía nadar, y que no se tiraría. No estaba tan loco. Iba vestido de calle, así que se desnudó y saltó. Quizás sí sabía nadar. Vimos que hacía unos gestos preocupantes, de desesperación, mientras se hundía. Pero le dimos un margen de confianza. Al fin alguien gritó lo evidente «¡No sabe nadar, se ahoga!». Nos volvimos al que iba a encargarse de cobrar las entradas y hacer funcionar la depuradora. «¡Sálvalo!», le pidió el alcalde. El hombre acató la petición y se arrojó al agua entre resoplidos de disconformidad. Tampoco sabía nadar. Fue un milagro que no hubiese muertos. Como lo será si al final Donald Trump decide quedarse con Groenlandia, algo tan disparatado que nadie se atreve a decir que no será posible.
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