Opinión | En la muerte de Vargas Llosa
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Mario Vargas Llosa. La Academia Sueca ha recordado a Mario Vargas Llosa, a quien le otorgó el Premio Nobel de Literatura en 2010, por ser "el corazón" del 'boom' latinoamericano, tras conocerse su fallecimiento este domingo a los 89 años de edad en la capital de Perú, Lima. / EUROPA PRESS / Europa Press
Precisamente hoy, cuando nos llega la desconsoladora noticia de que Mario Vargas Llosa ha muerto en su casa de Lima, tengo muy presente una jornada gloriosa que me tocó vivir a su lado en el año 2000. Acababa de aparecer 'La fiesta del Chivo', y Mario aceptó mi invitación de venir a Santiago, acompañado de Patricia, para presentarla en un acto multitudinario que tuvo lugar en el auditorio de la recién inaugurada Facultad de Ciencias de la Comunicación. La novedad de aquella magnífica novela de dictador que el escritor peruano había dedicado al Generalissimo Rafael Leónidas Trujillo nos ofrecía una excelente oportunidad para recordar en Compostela a nuestro Ramón del Valle-Inclán, el fundador de la saga de los autócratas hispanoamericanos,
Afirmaba Henry James que la única obligación que se puede exigir cabalmente a una novela es que cuente cosas interesantes, y Vargas Llosa nunca ha defraudado a su público en este terreno, como tampoco lo hicieron los grandes maestros del XIX. El regreso a la más pura narratividad es una de las claves de su éxito, pero esto no significa facilidad acomodaticia en lo tocante a la estructuración del discurso novelístico. Su técnica narrativa, heredera del 'Modernism' de Faulkner, Proust, Joyce, Thomas Mann o Virginia Woolf, es rica en insólitos recursos para activar la respuesta cómplice de los que lo leemos. Para vencer la tentación de lo imposible, nada mejor, según Mario Vargas Llosa, que sucumbir ante ella recurriendo a la ficción literaria, actividad inocua en las sociedades democráticas, pero intuida como sumamente desestabilizadora por todo tipo de dictaduras.
Siendo, como de hecho era, un escritor profundamente original, que sorprende incluso por la variedad en planteamientos y soluciones de cada una de sus primeras obras, enlazó con la tradición de la novelística latinoamericana —sobre todo en títulos como 'La casa verde'—, y se mantuvo fiel, por otra parte, a la problemática y ambientación de su continente pese a vivir alternativamente a ambos lados del Atlántico. Pero al mismo tiempo que gratificaba a sus seguidores europeos con un torrente de narratividad hasta cierto punto inusitada para ellos, en algún momento aburridos por la sosera del “nouveu roman” francés o la “novela experimental” española, se acomodó con justeza a una nueva sensibilidad epocal, por encima ya de concretos enclaves geográficos, respondiendo a los nuevos «horizontes de expectativa» originados por una cultura —posmoderna o como prefiera llamársele para significar su pertenencia a un fin de ciclo— en la que el receptor de ficciones literarias emerge de un universo de signos de muy variada índole.
Añádase como característica última de Mario Vargas Llosa una ingente capacidad sincrética que le permite, por una parte, fundir realidad y fantasía, elevarse sin solución de continuidad del documento (y la experiencia biográfica) al plano de la trascendencia y el mito, pero asimilar, además, diferentes lenguajes narrativos, o, lo que es lo mismo, reunir con originalidad personal tradiciones literarias muy diversas.
Sin embargo, todo este sustrato no contamina de esteticismo intelectualista su trayectoria, que viene a representar, así, la punta exenta de un iceberg de muy sólida base. El lenguaje novelesco de Vargas Llosa es notoriamente ágil, desenvuelto, casi diríamos popular en el sentido más positivo del término, pues nunca sucumbe ante las incitaciones de la facilidad roma, sino que atrae a la inmensa mayoría de los lectores a un pacto exigente pero asumible y rentable a la vez. Un lenguaje que, asimilando tradiciones tan conspicuas como la del 'romance' de caballerías medieval, el mejor realismo decimonónico y algunos de los intentos de renovación del mismo producidos en el primer tercio de nuestro siglo, aprovecha parte de las inmensas potencialidades narrativas del arte más característico de la cultura popular contemporánea, el cine, cuando no de formas de expresión inferiores, como el folletín radiofónico (en 'La tía Julia y el escribidor') o los tebeos ('comic strip') si nos remontamos a 'Los cachorros'.
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