Aunque no nos toque

Sigue investigación sobre el helicóptero de Nueva York y piden no especular sobre causas
Nos acabábamos de mudar. Ella tenía cuatro años y me preguntó:
—¿Dónde están esperando las personas que vendrán después de nosotros?
Le pedí a qué se refería exactamente e insistió:
—Cuando nosotros ya no estemos aquí, habrá otras personas. ¿Dónde esperan?
Le solté algo sobre que todavía estaban por nacer y que, por tanto, estaban en el amor entre las personas. Me fui complicando en la respuesta y creo que no satisfice su curiosidad. Su pregunta era más grande que la casa entera, porque lo que ella intuía, sin saberlo, es que el mundo sigue sin nosotros. Que vivimos en espacios que antes fueron de otros y que un día serán habitados por personas que aún no existen. Que somos pasajeros. Que hay un principio y un final.
Este fin de semana toca hablar de ello bajo el impacto del accidente de helicóptero en Nueva York en el que murió la familia Escobar Camprubí.
—¿Pero los niños también se han muerto? Las preguntas siguen siendo como dardos ahora que tiene ocho. Los niños no dan rodeos. El impacto no viene solo del hecho, que por supuesto, sino de la posibilidad.
Dejé caer el jarro de agua fría: los niños también pueden morir. Hay tragedias ajenas que nos afectan no solo por lo que significan para quien las vive, sino por lo que revelan de nuestras propias vidas: que nada garantiza que mañana no seamos nosotros quienes estemos del otro lado.
Quizá por eso hay noticias que no podemos dejar de leer, accidentes que no logramos olvidar, imágenes que nos persiguen. Porque no hablan solo del otro, sino también de nosotros. Nos susurran que todo aquello que parece sólido —el mundo aparentemente seguro y tranquilo en el que nos ha tocado vivir— puede desmoronarse en cuestión de segundos. Que puede haber una foto llena de sonrisas cinco minutos antes del desastre. Que de la felicidad al dolor hay sólo un fatídico instante. Y eso es, en el fondo, lo que más nos estremece. Se trata de una experiencia humana fundamental: reconocernos vulnerables. Sentir que el mundo del otro, ese que acaba de romperse, no está tan lejos del nuestro. Que la línea que separa nuestra vida tranquila del abismo es mucho más delgada de lo que quisiéramos creer.
—Pensaba que solo pasaba en las guerras.
Que tampoco están tan lejos. Pero cada cosa a su tiempo.
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