
Catedrático de Economía (UPF). Exconsejero del Banco de España.

Guillem López Casasnovas
Guillem López CasasnovasCatedrático de Economía (UPF). Exconsejero del Banco de España.
Trump y los espíritus animales
Como economistas no podemos apoyar una respuesta ante la provocación 'trumpista' que consista en una subida similar de aranceles para todos, desatando la guerra comercial
Trump suspende 90 días los aranceles a la mayoría de países pero eleva al 125% los de China
Bruselas ve en el anuncio de Trump de pausar los aranceles "un paso importante" hacia la estabilidad

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en una comparecencia en marzo cuando anunció la imposición de aranceles. / Niall Carson/PA Wire/dpa
Analizar el impacto final de una medida económica no es nunca sencillo, y menos todavía si es objeto de fuego cruzado, donde las respuestas de los ‘animal spirits’ que intervienen tienen más de animal que de espíritu divino.
Cuando se grava una mercancía, en este caso las importaciones, se producen efectos en los precios (sube la sonda de costes con el impuesto) y sustituciones de una mercancía por otra; se puede añadir un efecto de producción adicional, en la medida que un Estado pueda hacer aquello que deja de hacer otro. En todo impuesto, y el arancel lo es, juegan al menos dos factores prevalentes: el derivado de la recaudación (supuestamente retornable en forma de gasto para el bienestar conjunto) y el derivado de la pérdida de consumo y producción (disminución de bienestar individual, de las partes involucradas). El grado con que el arancel se traslade a los precios dependerá de cómo la cantidad demandada responda a tal alza. Ahora bien, por poco que caiga la demanda o la oferta del producto gravado, el erario público ya no maximizaría lo recaudado, por el menor gasto que harían las familias. Y todavía más en términos de capacidad adquisitiva, si sube la inflación. Además, los aranceles afectan a productos que son, a la vez, ingredientes o 'inputs' para otros bienes y servicios interiores; aquí el efecto es más implícito, pero más profundo, encadenando distorsiones en las producciones según cuál sea la posibilidad de sustituir a los factores gravados. De todos estos efectos, el trabajo se suele llevar la peor parte.
En la guerra arancelaria de Trump es probable que, con la caja aumentada del tesoro, se bajen los impuestos que los ricos pagan y que, de lo contrario, habría que recaudar para reducir los déficits fiscales actuales; o que el gasto mejorado se destine al rearme hoy imperante. Para el Estado que responda con las mismas medidas, tres cuartos de lo mismo; y, en la medida que se eleve la puja, el empobrecimiento común puede entrar en el bucle de la recesión. Nada, por lo tanto, a ganar en términos de bienestar neto conjunto. La única variante posible, y a la cual aspira Trump, es que la pérdida de producción del país de quien importaba EEUU sea sustituida por producción propia. Y, aun así, se tendría que garantizar que esto se hiciera a igual coste y calidad que en el país del cual se importaba; de lo contrario, el coste lo sufrirían los consumidores estadounidenses, de nuevo con precios más altos.
A mí, de Trump, no me gusta casi nada. Pero estemos atentos a que, como economistas, no podemos apoyar a una respuesta ante la provocación 'trumpista' que consista en una subida similar de aranceles para todos, desatando la guerra comercial. Puede ser, eso sí, parte del 'tour de force' político, pero no es nunca la respuesta económica óptima para una contraparte. Claro está que hablar de racionalidad con quien no razona tiene que ser difícil. Con alguien que confunde el déficit comercial con saldos de comercio de manufacturas (aquello que Trump cree que hizo ‘grande’ al país en el pasado) o con el déficit por cuenta corriente (incluidos los servicios, por los cuales EEUU tiene un fuerte y rentable superávit, por su mayor productividad). También alguien que da por hecho que una imposición a las decisiones de millones de consumidores, que en gran parte no comulgan con Trump y su MAGA, será suficiente para cambiar el estado de cosas, devolviendo un pasado glorioso, en una etapa pasada, en que China y los asiáticos, productivamente, no existían. Una administración que, en lugar de valorar la moneda del país, el dólar, que ahora le quitan de las manos, la ve como un condicionante; el valor de la demanda que tiene el dólar es, para la administración Trump, una pérdida por moneda emitida, cuando de hecho este es el factor que permite a sus ciudadanos gastar más de lo que ingresan. Un presidente que no sabe ver la importancia del comercio, desde la ventaja comparativa global, obcecado con una supuesta renacionalización industrial. Un Trump que, aunque tuviera razón en la necesidad de conseguir mejores equilibrios comerciales, denunciando 'dumpings' fiscales o sociales por parte de los países con que transacciona, sus formas groseras -ahora sí, ahora no-, le harían perder esta razón; unas maneras que, peligrosamente, aproximan al mundo a acontecimientos imprevisibles. En particular, por parte de aquellos gobiernos que se creen al personaje y ‘fabrican’ uno similar en casa, sin entender la naturaleza del 'mangante' magnate americano.
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