Opinión | Cine
Miqui Otero

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Escritor

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Jordi Pujol en el concurso de mates

Cuesta creer que el expresident no estuviera al tanto de lo que se hacía, pero se desprende que asumirá la culpa para proteger a sus hijos, en compensación por haber sido un padre ausente

'Parenostre': la caída de los Pujol llega al cine para abrir "un debate necesario"

De dreta a esquerra, Toni Soler, Josep Maria Pou i Manuel Huerga, ahir.   | MARC ASENSIO CLUPÉS

De dreta a esquerra, Toni Soler, Josep Maria Pou i Manuel Huerga, ahir. | MARC ASENSIO CLUPÉS

Cuando me dijeron que Josep Maria Pou, de 1,95 metros de altura, interpretaría a Jordi Pujol, que mide treinta centímetros menos, me salió el chiste fácil: “Pues yo me he enterado de que para el 'biopic' de Núñez dudan entre Roberto Dueñas y Audie Norris”.

Sin embargo, desde ese primer instante, sabía que era un acierto por varias razones. Una: en este tipo de películas, empiezas por buscar a un actor parecido y acabas cambiándole la dentadura y la nariz, de modo que más que optar a los Gaudí o a los Goya parece listo para entrar en ¡Tu cara me suena' o 'Polònia'. Dos: Pujol no solo era inimitable, sino que también era imparodiable: su carraspeo dramático, su retórica rizomática, su catalán cubista, eran esencialmente cómicos y no estaban al servicio de maquillar su ignorancia, sino de 'emboirar' su (portentosa) inteligencia cuando esquivaba temas peliagudos. Tres: cuando todos íbamos a Catalunya en miniatura, Pujol era, en términos políticos, un gigante, así lo veía más de la mitad de catalanes. Cuatro: nadie es alto o bajo, tampoco corrupto o noble, si no se le compara con otro. Y cinco: Pou es Pou (una autoridad) haga de quien haga, del mismo modo que Pujol, para muchos, es Pujol haga lo que haga (o haya hecho lo que haya hecho).

La película, con un título atinadísimo: 'Parenostre', se centra en un día, cuando la familia sabe de la exclusiva que 'El Mundo' publicará sobre las cuentas en Andorra, pero arranca con el pecado original, durante el brindis electoral de 1988. En ese 'flashback', ya se descarga la culpa sobre el primogénito que traiciona el legado del padre.

Desde ahí, se bosquejará al patriarca con el retrato íntimo al carboncillo (blancos, negros y grises: el sufrimiento del líder, las contradicciones entre vocación y lodo, la epifanía infantil en la cima del Tagamanent), pero a los hijos se los dibujará desde la caricatura (oportunistas, peleles o alicortos). De hecho, la película brilla cuando es decididamente cómica: los nietos viendo embobados a Gazpacho (ese personaje con acento andaluz que era -nada es lo que parece- una piña) de la serie 'Los Fruittis'.

Pero pasa que algunos episodios cruciales se despachan con una frase murmurada, de los 'missals' de la matriarca al caso de Banca Catalana, que se trata como si fuera una multa en la biblioteca o como algo inevitable para construir país. A mí me llegó a asaltar, entre risas, la frase de Hamlet: “Tengo que ser cruel, solo para ser bueno”.

Cuesta creer que Pujol no estuviera al tanto de lo que se hacía, casi tanto como comprar alegremente la tesis de 'la deixa', pero se desprende que él asumirá la culpa para proteger a sus hijos, en compensación por haber sido un padre ausente dedicado exclusivamente a Catalunya, de lo que se deduce, por seguir el razonamiento, que todo lo turbio se debe a que aquí alguien lo ha dado todo por su país. Dentro de la película tiene sentido, porque se nos cuenta desde la óptica y el berrinche de los Pujol, pero el caso es que las corrupciones son reconocidas solo vagamente para luego ser comparadas (cierto, pero también peligroso) con las de otros personajes del Estado que han salido indemnes. El resultado es que desmanes sistémicos quedan ya balanceados al lado de los logros del personaje, ya convenientemente emborronados. Algo, sin duda, muy Pujol, que ya en los noventa dijo, como recoge la novela 'El día del Watusi': “La financiación de los partidos es un misterio, pero un misterio de aquellos que no son misterio, porque están muy claros, pero siguen siendo un misterio”.  

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