Opinión | Amenaza autoritaria
El faro de los perdidos

Protesta en Munich contra la extrema derecha / Sachelle Babbar - Europa Press
El miedo es pegajoso. Una substancia viscosa, corrosiva, sofocante. El terror que nos alienta a huir, el pavor que nos prepara para la lucha, el pánico que nos paraliza. Un ciervo petrificado por los faros del coche. Hay temores palpables, también están los inasibles. Esos que atacan en una noche de insomnio, cuando perdidos en laberintos infinitos, nos parece imposible encontrar una salida.
La humanidad es, también, la historia del miedo y su resistencia. No hay régimen autoritario que no utilice el miedo para disciplinar a la población. No hay poder que se resista a recurrir a él para ejercer el control. Sabemos qué efecto produce el temor en nosotros. Esa angustia, ese vértigo. También lo que hacemos para evitarlo. A veces, alejarnos del riesgo. A veces, como un niño, cubrirnos los ojos. Si yo no miro, no seré visto. El monstruo pasará de largo, la bala no me atrapará.
Desde hace unas semanas, los titulares -o sus protagonistas- parecen haber enloquecido. Genocidio rima con ocio y diferencia con delincuencia. Palabras que dábamos por perdidas, por antiguas o ajenas vuelven a hablar de nosotros: rearme, invasión, kits de supervivencia, búnkeres, reclutamiento… Inevitablemente, nos preguntamos si estamos viviendo una película bélica o una farsa. Si la amenaza es real o todo es un paripé para incrementar el control sobre la ciudadanía ante el aplauso de la industria armamentística.
Es cierto, el escenario parece haber cambiado en poco tiempo, pero hace mucho que sus tablas se fueron ensamblando. Los liderazgos autoritarios y el blanqueamiento del fascismo han ido ganando peso en el panorama internacional. La ultraderecha ocupa escaños y gobiernos, y su influencia aún es más fuerte a través de las redes. Su discurso está calando en algunos sectores de la juventud. En aquellos que, sin memoria, buscan soluciones rápidas para acrecentar su autoestima. La trascendencia de este segmento es mayor que el estricto porcentaje que representa: hablamos de futuro.
La extrema derecha -con su desprecio al humanismo- se cuela por las grietas de la democracia. De una izquierda que no logra imponerse en el combate contra la desigualdad y de una derecha que no cumple con su papel de cortafuegos. En ambas hay exceso de crispación, disensos desafortunados y alarmantes miopías estratégicas. Pelearse entre ellas mientras en nuestro presente resuena el eco de los años treinta del pasado siglo.
Huir, luchar o quedarse paralizado, ahí estamos. Una alarma mental que, en muchos casos, sirve para mantenerse a salvo. Pero la voluntad también puede crear nuevas resistencias. Fortalezas que no tienen por qué estar sustentadas en la negatividad, el ataque o el odio. La ilusión aparece como faro de los náufragos. Son legión los que no claudican. Los que calman discordias, los que trazan caminos de acogida, los que se sienten comprometidos con un mundo mejor e, incluso, los que rebuscan en la memoria modos de arrojar luz sobre las sombras. Hay esperanza, siempre que no renunciemos a ella.
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