Opinión | Bloglobal

Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

Arrecia la tormenta del trumpismo

Se sabe desde antiguo que Donald Trump es un mentiroso compulsivo, un fullero de armas tomar y un torvo personaje condenado por los tribunales poco antes de ganar las elecciones. Su regreso a la Casa Blanca ha acentuado tales rasgos, orientado su aterrizaje en Washington a hacer saltar por los aires el statu quo y las convenciones esenciales en la relación de Estados Unidos con el resto del mundo, incluidos sus aliados invariables desde hace más de 80 años. Detrás de todo ello alienta la tantas veces mencionada guerra cultural, una obsesión enfermiza que lleva a él y a su Administración a considerar woke todo lo que queda fuera del corsé ideológico ultraconservador, ultranacionalista y sectario que orienta sus decisiones. A través de las recurrentes contradicciones, rectificaciones sobre la marcha y proclamas encendidas se desarrolla un drama –a veces, una farsa– cuyo fin último es degradar los rasgos característicos de las sociedades abiertas y monetarizar –horroroso barbarismo– cualquier transacción política.

Los últimos días han sido pródigos en dislates trumpistas de amplio espectro, una estrategia política encaminada a obtener beneficios en un río revuelto que, contra lo que pudiera parecer, se atiene a una lógica: salir vencedor en cada envite sin que importen en absoluto los medios. En la conducta de Trump no hay rastro de la “potencia mundial en declive” a la que se refiere Roberto Montoya en Trump 2.0, sino más bien el propósito de neutralizar a la mitad o casi de los electores que en noviembre votaron por Kamala Harris, de silenciar a quienes salen lentamente del aturdimiento de la derrota, incluido el Partido Demócrata, de llegar a las midterm de 2026 sin que peligre la mayoría republicana en las dos cámaras del Congreso, convertido el partido de Abraham Lincoln en el de Trump, sin otros rasgos identificativos que la voluntad de Trump. Porque la adulteración republicana ha desfigurado el conservadurismo clásico con el empuje de cuantos han visto en el presidente el camino de vuelta a los orígenes: una sociedad blanca, individualista y apegada a una religiosidad rudimentaria, ruidosa y multitudinaria.

Como toda apuesta, entraña riesgos, pero la división tajante de la sociedad estadounidense en dos partes por el momento irreconciliables parece dar la razón a los estrategas del combate sin descanso. Desde la aparición del bautizado como Tea Party, desde el desembarco de los neocon en la Administración de George W. Bush, desde la reacción reformista a raíz de la elección de Barack Obama ha pasado suficiente agua bajo los puentes para concluir que el momento es propicio para los seguidores de Trump, aunque hay en la bolsa de votantes que no se manifestaron el 5 de noviembre una potencial reserva de papeletas para que haya un cambio de tendencia en las urnas. Lo que, de darse, con toda seguridad no se traducirá en una desescalada del trumpismo, no solo porque al presidente le quedarán dos años de mandato y prevalecerá su impronta, sino porque hay cierta propensión a estimar como posible algún movimiento extremo de Trump para romper la regla de los dos mandatos y no verse obligado a jubilarse. Cuesta imaginar que tal desiderátum puede ver la luz, pero cuesta asimismo vislumbrar la imagen de Trump-pato cojo a pesar de que en junio del próximo año cumplirá 80 años.

La frivolidad sin límite con la que la Casa Blanca ha reaccionado al escándalo bautizado Signal-gate es ilustrativa de la sensación de invulnerabilidad que posee a Trump. La pieza publicada por Jeffrey Goldberg, editor del mensual The Atlantic, incluido en un chat en el que las voces más importantes del Gobierno analizaron los pros y contras de un bombardeo contra posiciones hutís –finalmente, se desencadenó el 15 de marzo–, y por Shane Harris demuestra a las claras que J. D. Vance (vicepresidente), Pete Hegseth (secretario de Defensa), Marco Rubio (secretario de Estado), Mike Waltz (consejero de Seguridad Nacional) y otros tenores discutieron información reservada especialmente importante en un chat al que por error se incluyó a Goldberg. Es decir, transgredieron la legislación federal y propiciaron un insólito fallo de seguridad. Salió luego Trump en los noticiarios dando una larga cambiada a los que le preguntaron por lo sucedido y aparecieron en diferentes cadenas seguidores del presidente quitando importancia al asunto. Dicho de otra forma: no hicieron falta consignas y solo algunos congresistas demócratas y los medios de información liberales se llevaron las manos a la cabeza por lo sucedido.

Para los europeos, por el contrario, el episodio resultó realmente importante. No por la repercusión que el disparate pudiera tener en su seguridad, sino por el léxico despreciativo dedicado a Europa por las cabezas visibles del entorno inmediato de Trump. Por si hacía falta subrayarlo, la incompatibilidad de caracteres quedó de manifiesto a ambos lados del Atlántico y el diario Le Monde acabó su editorial del jueves con esta conclusión. “Mientras que la nueva Administración trabaja simultáneamente con tenacidad para sabotear sus relaciones con sus aliados históricos, quienes han sido tratados con una hostilidad sin precedentes, estas señales negativas están desdibujando la imagen que pretendía proyectar de sí misma”. Atribuye el editorialista un “confuso amateurismo” al desempeño de los colaboradores de Trump, e incide con sorna en las características de Steve Witkoff, uno de sus más activos emisarios en escenarios calientes. “Haber hecho fortuna en el sector inmobiliario y estar literalmente fascinado por Donald Trump no es manifiestamente suficiente para ser de pronto un diplomático a la altura de los desafíos”.

La estúpida pretensión de que una biblioteca de Barcelona de titularidad municipal se atenga a la orden ejecutiva 14173, firmada por Trump, y renuncie a la promoción de la diversidad, la equidad y la inclusión para que el programa American Space siga recibiendo la subvención anual de 20.000 euros ilustra cuál es el alcance y objetivo último de la guerra cultural, de perfil neoimperial, promovida por el presidente y que aspira a impregnar hasta el último rincón de lo que entiende debe ser su espacio de influencia. Esa es la realidad y no otra: la política de la fuerza o diplomacia de la fuerza (la antítesis de la diplomacia, puede decirse). Estima Trump que toda concesión o acuerdo entre iguales es una muestra de debilidad, algo incompatible con el ethos de quien cree que todo debe cambiar para que nada cambie en los negocios globales de los tecnooligarcas que lo arropan.