Opinión | Energía
Andreu Escrivà

Andreu Escrivà

Ambientólogo y doctor en Biodiversidad. Autor del libro 'Encara no és tard: claus per entendre i aturar el canvi climàtic'. 

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Ponerle un tapón al futuro

La lentitud con la que un renacer nuclear contribuiría a la mitigación del cambio climático implica que su utilidad sería muy limitada en el momento actual, que es el crucial

CEOE se suma a la presión al Gobierno para no cerrar las centrales nucleares: “Más tecnología y menos ideología”

Central nuclear de Ascó, en Tarragona.

Central nuclear de Ascó, en Tarragona. / JOSEP LAGO / AFP

Muchos de quienes defienden la energía nuclear suelen caricaturizarnos a quienes la rechazamos. El término "antinuclear" se asocia a pancartas y cánticos ecologistas de hace décadas, a una cierta ingenuidad, al desconocimiento de ciertos aspectos técnicos. Burlarse o menospreciar a quien pide un mundo mejor y más seguro -aunque se crea que está equivocado- es siempre un indicativo de la debilidad argumental y la endeblez moral. Resulta decepcionante que todavía hoy alguno de los libros divulgativos más vendidos sobre la materia utilicen un grosero hombre de paja para atacar los argumentos contra la inversión en esta energía, que van mucho más allá -¡sorpresa!- del movimiento antinuclear.

La energía nuclear es muy segura, a pesar de los terribles accidentes que todos recordamos. Si miramos los datos no hay discusión al respecto. Las ratios de muertes por teravatio-hora (TWh) de electricidad producida son de 32,7 para el lignito; 24,6 para el carbón; 18,4 para el petróleo; 4,63 para la biomasa; 2,82 para el gas; 1,3 para la hidroeléctrica; 0,04 para la eólica; 0,03 para la nuclear y 0,02 para la solar. Es posible, y diría que muy probable, que las muertes derivadas de la energía nuclear se hayan subestimado históricamente, pero no tanto como para cambiar sustancialmente el orden de la lista.

¿Y entonces?

La construcción de una central nuclear es un proceso extraordinariamente lento y caro. La lentitud con la que un renacer nuclear -supongamos, siendo optimistas, que con un despegue efectivo en la producción de energía a partir de 2035- contribuiría a la mitigación del cambio climático implica que su utilidad sería muy limitada en el momento actual, que es el crucial. Empezarían a tener un efecto significativo de aquí a un par de décadas, una vez hubiésemos sobrepasado varios puntos de no retorno climático. Mientras, estaríamos invirtiendo una cantidad desorbitada de dinero en la construcción de las centrales (proceso que, junto con su cierre, también genera una cantidad descomunal de emisiones), ante lo cual deberíamos preguntarnos cuál es su coste de oportunidad. ¿Qué podríamos hacer con los diez mil millones de euros que cuesta una sola central? ¿Qué acciones de mitigación estaríamos dejando de emprender en los diez, quince, e incluso veinte años que requiere su construcción? ¿De verdad no se nos ocurre nada mejor ni más transformador?

Emprender ese camino lo único que provocará es el taponamiento de alternativas ya disponibles. La nuclear es una energía inherentemente antidemocrática, únicamente viable con la implicación de grandes empresas -y que refuerza por lo tanto el oligopolio energético-. Cuenta con mecanismos muy pobres de gobernanza ciudadana (que es muy distinta a la supervisión técnica), y eso sin tener en cuenta el proceso relacionado con la selección del lugar de construcción o el almacenamiento de los residuos.

La energía nuclear no es una alternativa para el futuro, sino un espejismo y tapón para una transición energética basada en una nueva cultura de la energía.

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