
Periodista

Joan Cañete Bayle
Joan Cañete BaylePeriodista
Periodista y escritor. Director de Estrategia de la Oficina de Proyectos Editoriales de Prensa Ibérica. Entre otros trabajos, ha sido corresponsal de El Periódico en Jerusalén y Washington DC. Autor de las novelas 'Expediente Bagdad' (a cuatro manos con Eugenio García Gascón) y 'Parte de la Felicidad que Traes', y del ensayo sobre el conflicto palestino-israelí 'Muros, bosques, tumbas: Un periodista en Jerusalén'
Nostalgia y menores no acompañados
La extrema derecha usa mensajes en apariencia banales, como un vídeo del metro de Barcelona de 1990, para difundir mensajes de rechazo a los inmigrantes
Gobierno y Junts pactan limitar el número de menores migrantes destinados a Catalunya

Leonard Beard. / Europa Press
Ha hecho fortuna en redes un vídeo que muestra imágenes de una estación del metro de Barcelona en los primeros años 90. Se ve a pasajeros, hombres y mujeres, vestidos a la moda de entonces, descendiendo de un vagón y moviéndose por el andén. Una estampa cotidiana. “Metro de Barcelona 1990. La España de los 89/90 tuvo que haber sido un lugar maravilloso en la Tierra”, dice un subtítulo, un comentario nada inocente, visto lo que sucede con las reacciones al vídeo, que se pueden resumir en estos argumentos: ahora el metro está repleto de inmigrantes, la gente viste peor, el andén está más sucio, todo es más ruidoso, más degradado, menos respetuoso. Hemos ido a peor; esa es la conclusión implícita. Y la causa del deterioro, según estos comentarios, es la inmigración.
Algunos mensajes intentan matizar el discurso y esbozan una postal del metro menos idílica y más parecida a mis recuerdos de joven usuario intensivo del transporte público. En los años 80 y principios de los 90, el andén del metro apestaba a tabaco, las vías eran un cenicero y en los vagones olía a humanidad. A según qué horas, determinadas estaciones eran territorio comanche —los carteristas no llegaron a Barcelona del este de Europa, ya había aquí— y el interior de algunos vagones, al caer la noche, parecía un tugurio de Ciutat Vella cuando en Ciutat Vella aún había tugurios. La idealización del pasado siempre es tramposa y no suele derivar más que en una falsa melancolía. Creía que ese era el error no intencionado de quien publicó el vídeo, hasta que otro día mi pulgar me llevó a un vídeo del metro de Madrid a finales de los 80, que generaba una cascada de réplicas idénticas a las del tuit del vídeo del metro de Barcelona. Demasiada casualidad, ¿no?
Estos días, Junts saca pecho por la nueva hazaña en nombre del pueblo de Catalunya que han arrancado sus siete diputados en el Congreso al Gobierno de Pedro Sánchez: el pacto sobre el reparto de migrantes procedentes de Canarias contempla que a Catalunya vendrán solo 26 menores no acompañados. Si 26 menores son un éxito, la reparación de un agravio y un paso adelante en el autogobierno, ¿qué habrían sido 50? ¿O 147? ¿Un fracaso? ¿Una invasión? ¿Una involución en la soberanía catalana? El PP y Vox se han enfadado mucho por este acuerdo. Por lo visto, la forma de minar el independentismo catalán es enviar a Catalunya al menos un menor subsahariano más que a cualquier otra comunidad. Y al revés: la forma de acercarse un palmo a Ítaca es recibir un menor menos que cualquier otra autonomía. Quién sabe, a lo mejor dentro de 30 años, cuando se viralicen vídeos del metro de Barcelona de hoy, alguien dirá: “Cómo se nota que recibieron 26 menores no acompañados en lugar de 74. Qué tiempos”.
Vídeo a vídeo, tuit a tuit, menor a menor, se construye un sentido común, un marco mental y conversacional en el que lo que ayer era aberrante hoy se elogia como un discurso sincero, sin complejos. Por supuesto, Donald Trump y su éxito marcan el camino, pero la extrema derecha europea no necesita a Trump para colgarse medallas: hace tiempo que logró modelar los contornos del debate en algunos asuntos, sobre todo el de la inmigración. Contó para ello con el apoyo impagable de la izquierda, la izquierda de la izquierda y las escisiones y confluencias de las izquierdas de las izquierdas, que coincidieron en conceder a las palabras un carácter mágico: si a algo le cambiamos el nombre o lo silenciamos, lograremos cambiar su naturaleza o, milagro laico, hacer que no exista. Si el lenguaje es inclusivo, no habrá machismo; si dejamos de hablar de la inmigración, los problemas de la gestión de la llegada de miles de personas también desaparecerán. Porque, dada la complejidad de abordar asuntos como la falta de recursos de los servicios públicos, los recelos que generan los choques culturales o religiosos o los efectos de la llegada de mucha gente a núcleos poblacionales medianos y pequeños, es mejor dejar de nombrar los problemas, cambiarles los nombres o contextualizarlos en complicados paradigmas teóricos.
Así, obsesionados con las palabras para crear una nueva realidad, se dejó la realidad en manos de quienes necesitan muy pocas palabras para malear la verdad. Y así hemos llegado a este punto, en el que un vídeo ‘remember when’ se convierte en propaganda gratuita y muy eficaz de la extrema derecha.
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