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Rodalies y AP-7, vías paralelas

El gran corredor que cruza Catalunya tiene gripadas sus dos grandes infraestructuras de movilidad, que acumularon más de 1.000 incidencias en seis meses

Usuarios de Rodalies en una estación de Renfe.

Usuarios de Rodalies en una estación de Renfe. / Marc Asensio

El gran corredor que cruza Catalunya de norte a sur, que conecta Barcelona, su área metropolitana y las sucesivas coronas urbanas cada vez más interdependientes entre sí, tiene gripadas sus dos grandes infraestructuras de movilidad. Un análisis de las incidencias (averías, retrasos, accidentes, retenciones) acumuladas durante seis meses y comunicadas públicamente por Trànsit y Renfe, respectivamente, indica que el servicio de tren sumó 562 de ellas en seis meses. En la autopista AP-7 fueron 772 en el mismo periodo. Solo un día (y fue el festivo 22 de diciembre) no se comunicó ningún incidente en ninguna de las dos. 

No obstante, el volumen de la discusión pública vehiculada a través de los medios y sustanciada en acusaciones, debates, exigencias, propuestas y soluciones en la esfera política no es tan paralelo como indican las cifras de disfunciones, su presencia en forma de alertas en las informaciones de servicio de movilidad y su impacto en la vida cotidiana.  

La incapacidad de Rodalies para dar servicio con la rapidez, la comodidad y sobre todo la fiabilidad necesarias para ser una alternativa al transporte privado, o para que no sea un castigo tenerlo como única opción, lleva años convirtiéndose en un factor de irritación. Trasladado al ámbito político, ha alimentado el debate sobre la inversión de infraestructuras en Catalunya y derivado en un traspaso del servicio en dos fases, la última de ellas en pleno proceso de definición. Durante estos largos años, el diagnóstico, el malestar, la solución propuesta y los culpables señalados han venido siendo los mismos. Aunque se debería distinguir entre momentos en que lo renqueante del servicio se debía a la flagrante desinversión, otros en que se debían a las interferencias provocadas por la construcción de la red de alta velocidad o, como sucede ahora en gran parte, a los efectos secundarios de la inversión en mejorar la red y al acierto mayor o menor de las medidas para adaptarse a esta situación.

Lo que sucede en la AP-7 tiene un impacto paralelo pero una historia distinta. Fue el rechazo a los peajes en Catalunya, en contraste a la construcción de autovías en el resto de España, la causa que tuvo encaje en lo que ahora llamamos relato político, y la respuesta fue la no renovación de las concesiones a sus gestores, sin prever, en cambio, alternativa a la financiación de su mantenimiento o el previsible aumento del tráfico: entre el 19% y el 34% según los tramos, y hasta del 61% en algunos de ellos en lo que respecta al movimiento de camiones.

Se ha incrementado la siniestralidad en la autopista (más que compensada por un descenso aún mayor de la mortalidad en las carreteras nacionales) y el ahorro se ha sentido en los bolsillos de los usuarios directos pero la sensación de inseguridad, las interrupciones por accidentes o la falta de fluidez por el tráfico de camiones se han disparado. Y la necesidad de solucionar el desaguisado no es menor aunque se trate de una causa más difícil de utilizar para dirigir culpas o negociar apoyos parlamentarios. El aumento de conexiones con la red de vías secundarias (los accesos son los mismos que cuando eran portales de peaje), la gestión inteligente del tráfico (con la anunciada velocidad variable), la ampliación de carriles, la definición de un modelo de financiación o, a largo plazo, el fomento del transporte de mercancías por tren, no deberían ser prioridades menores que las de gestionar Rodalies, incluso si implican decisiones que sean más impopulares que rentables políticamente.