La tiranía del tonto
Puedes cambiar el orden inteligente y equilibrado de las cosas por venganza. En esas estamos
China clama contra la "ley de la jungla" de Trump y le avisa de que su estrategia de "dos caras" mina la confianza mutua

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. / EFE
Hace unas semanas, una amiga vendió su piso de doscientos cincuenta metros cuadrados, que la estaba devorando, y se fue a vivir a uno de alquiler de apenas ochenta. «Lo tiré todo, hasta los muebles», comentó, y realmente parecía aliviada. La existencia a veces se estanca y se pone verdosa, como el agua de los charcos que no se secan durante semanas, y no te queda más remedio que hacer algo para cambiarla. La profundidad del cambio de vida se establece en función de las posibilidades de cada uno en cada momento. A veces solo puedes cambiar de peinado, o mover el sofá de sitio, o el orden en que tienes memorizados los canales de la televisión. Si la cosa mejora, puedes acudir a terapia, o mudarte, o dejar un trabajo por otro, o deshacerte de la ropa que nunca te pones, o pasarte a un coche eléctrico, etcétera. La naturaleza del cambio no es ajena tampoco a tu personalidad. La historia nos ha castigado cíclicamente con personajes dispuestos a someter el mundo a sus intereses solo porque eso los hace sentirse mejor. Estamos en mitad de uno de esos hitos, con un hombre dispuesto a destruirlo todo, a que no quede nada en pie, alianzas mundiales incluidas, con tal de dejarlo a su gusto.
La destrucción ejerce un efecto inmediato, reparador, sobre el sistema nervioso de ciertas personas. No sirve de nada romper, en el sentido que no es útil, genera malestar, sufrimiento, y a menudo cuesta dinero, ya que después hay que reponer los daños. Pero en los primeros segundos, depara un inexplicable placer a los protagonistas. Parece ser que eso no tiene precio.
Todos más o menos sabemos qué es romper, o al menos golpear algo por frustración, como la puerta de un armarito contra cuya puerta (mal cerrada) acabas de golpearte la cabeza. Nada de eso se parece a destruir porque simplemente tienes el poder para hacerlo, sin importante que otros sufran las consecuencias. También puedes cambiar el orden inteligente y equilibrado de las cosas por venganza. En esas también estamos.
En 'Crónicas de la mafia' Íñigo Domínguez contaba que en los años setenta Carmine Galante acabó de cumplir condena y abandonó la cárcel con ganas de recuperar el tiempo perdido. No era un don nadie deseoso de hacer méritos de prisa y corriendo. Tenía una trayectoria respetable. Respetable, quiero decir, en calidad de mafioso, no de miembro de la comunidad bienhechora. En 1957 había participado en la célebre cumbre del Hotel Delle Palme de Palermo, cuando capos sicilianos e italoamericanos establecieron acuerdos estratégicos para impulsar el narcotráfico. Apenas salió de prisión se apresuró a saldar algunas cuentas que lo carcomían. La primera, con su archienemigo Frank Costello. Le tenía tantas ganas, que saber que había muerto mientras él estaba entre rejas, no hizo sino enfurecerlo y frustrarlo más. Ya que no podía matarlo «al menos se dio el gusto de poner una bomba en su mausoleo. Volando la tumba se desquitó un poco». Este comportamiento destructivo, que responde a la idiotez del quien lo ejerce, también sirve para entender hacia donde nos dirigimos hoy: a la tiranía de los más tontos.
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