Opinión | Ciutat Badia

Arquitecto por la ETSAB, profesor de urbanismo de la Universitat Politècnica e investigador del Laboratori d’Urbanisme de Barcelona.

Alejandro Giménez Imirizaldu
Alejandro Giménez ImirizalduArquitecto por la ETSAB, profesor de urbanismo de la Universitat Politècnica e investigador del Laboratori d’Urbanisme de Barcelona.
Valley Bay
No harían mal los responsables de turismo de las Administraciones en organizar unas rutas que permitieran pastorear a algunos de los nutridos y dispuestos visitantes de la capital río arriba

Imagen del municipio de Badia del Vallès / FERRAN NADEU
Barcelona creció en 500.000 habitantes entre los años 1955 y 1975. Los polígonos residenciales ofrecían una alternativa a opciones de vivienda mucho menos seductoras. Barraquismo o realquiler. Quitaban peso al municipio en favor de los territorios metropolitanos. Los bloques brotaban con decisión durante el desarrollismo. Algunos propietarios de terrenos periféricos, accidentados y mal conectados vieron la oportunidad de urbanizar y edificar de golpe, sin parcelar, al ritmo de la urgencia industrial y el éxodo rural, un negocio redondo e instantáneo para los constructores más adeptos y mejor musculados. Arquitecturas de sistema, velocidad y repetición, economías de escala, ajenas al detalle o la excepción. Andaluces, murcianos, extremeños y otros catalanes de bien adentro llenaban los pisos a medio enyesar, con poco más que lo puesto y tres niños de media. Venían a ganarse la vida, no hay duda. También huyendo del cura, el alcalde y la Guardia Civil de su pueblo. La seguridad está en los números. Y en el anonimato de la gran ciudad.
Ciutat Badia fue una de las operaciones urbanísticas más densas, intensas, extensas e interesantes del urbanismo catalán cuyo mérito debe atribuirse a una población orgullosa que supo reivindicar espacios públicos decentes, jardines, colegios y pistas deportivas. Puede compararse a otros crecimientos contemporáneos de calidad, como Montbau, Sud-oest del Besòs o Bellvitge. Hoy se abriga con árboles cuasicentenarios. Sigue, sin embargo, compartiendo retos sociales, arquitectónicos y ambientales con el Gornal, Ciutat Meridiana o La Mina. Por conectividad. Por transporte colectivo. Por renta. Por dientes, que distinguen y discriminan a los barrios y ciudades que acumulan abandono. Antes era la ropa. Luego los zapatos. Hoy las mellas. Son los boquetes en la boca lo que delata la calidad de vida de una población catalana.
En el autobús viaja gente guapa y de colores. Es una máquina ruidosa, con tapicerías gastadas que sale a las 14.00 horas como un reloj suizo y lleva hasta el ayuntamiento, un edificio modesto y bonito de ladrillo, en 16 minutos desde Fabra i Puig, justos para comer.
En Can Badia los ventanales funden paisaje y paisanaje. La charla del personal anima el ambiente. Las croquetas de cocido y la crema de invierno ayudan. El vino pelea como un peso ligero. No puede pedirse más por 11 euros. Ni mejor. La parroquia se desplaza a la terraza. El sol se ha abierto paso entre las nubes de febrero para recalentar espíritus, cafés y carajillos en esta bahía que no tiene mar ni falta que le importa porque está sembrada de gente estupenda.
No harían mal los responsables de turismo de la Generalitat, la diputación y, sobre todo, el Ayuntamiento de Barcelona en organizar unas rutas que permitieran pastorear a algunos de los nutridos y dispuestos visitantes de la capital río arriba, por esa vera milagrosa que acompaña los paseos de Javier Pérez Andújar con su madre, trashumando en pos de la autenticidad.
Eso o seguir guardando el secreto.
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