Opinión | Movilidad
Care Santos

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Escritora

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Paisaje con R1

Esta línea nos ofrece sin recargo la posibilidad de desarrollar la paciencia. Porque igual que convivimos con un paisaje de privilegio nos toca hacerlo con los constantes retrasos o la masificación

Así es la R1: lo que sabemos y no sabemos del traspaso de la primera línea de Rodalies al Govern

Tramo de vía única de la R1 de Rodalies en el Maresme.

Tramo de vía única de la R1 de Rodalies en el Maresme. / Manu Mitru

En el paisaje de mi vida (el que me vio nacer, el que habito, al que regreso), no puede faltar la línea R1 de Rodalies. Crecí en esta línea. Ahora comienzo a envejecer en ella. Mi biografía podría contarse a través de muchas de sus estaciones (Blanes, Santa Susanna, Canet, Caldes d’Estrach, Vilassar de Mar, El Masnou, Badalona, Plaça de Catalunya…) y por supuesto, Mataró, mi ciudad. Del mismo modo podrían hacerlo mis padres y, sobre todo, mis hijos. Son ellos quienes siguen tomando a diario el tren para ir a sus cosas. Son ellos quienes perpetúan nuestra relación familiar con la R1.

Nada de todo lo dicho podía ser de otra manera. Nací en la ciudad de Miquel Biada, el controvertido comerciante y prestamista enriquecido en Cuba —nunca se ha librado su figura de la sospecha del tráfico de esclavos, algo también muy de nuestra comarca— y que hoy da nombre a calles e institutos mataroneses. Miquel Biada financió el que fue el primer ferrocarril de toda la península y, sin saberlo, fundó el primer tramo de la R1, el Mataró-Barcelona. Por desgracia no le alcanzó la vida para ver cuajar su proyecto, símbolo de un progreso en el que nadie creía en 1848. Murió seis meses antes de que su línea se inaugurara con actos solemnes, mucha pompa y un solemne cabreo de los conductores de diligencias, que veían peligrar su negocio.

A finales del siglo XIX el viaje duraba menos que el actual, porque se efectuaba sin paradas. En mi infancia aún existían trenes directos, que se suprimieron con la aparición de cada vez más estaciones. Varias de ellas las he visto nacer, y en algunos casos he compartido la alegría y el alivio por su llegada.

A la R1 le conocemos las costumbres y hasta las manías. Sabemos, por ejemplo, que las tormentas la amenazan y a veces la perturban (su trazado es tan próximo al mar que de vez en cuando son la misma cosa). En invierno sufrimos la masificación de las horas punta, pero disfrutamos de la tranquilidad de las demás, si podemos permitírnoslas. En verano, en cambio, el tren se llena a todas horas de visitantes con sandalias, calcetines y enormes maletas multicolores. Tienen reserva en los hoteles de Calella, de Pineda o tal vez de Malgrat y se sabe si van o vienen por el color rosado (a veces fucsia y preocupante) de su piel. Los nativos queremos a esos turistas que llenan nuestro tren de acentos lejanos y de olor a protector solar como si fueran 'maresmencs' de pura cepa.

Por último, la paciencia. La R1 nos ofrece sin recargo la posibilidad de desarrollarla. Porque igual que convivimos con un paisaje de privilegio —por lo menos hasta que los convoyes se zambullen en la negrura de los túneles urbanos— nos toca hacerlo con los constantes retrasos, la masificación, la falta de trenes en horas de más afluencia, la desinformación, el caos o las pequeñas y grandes averías. Ojalá el paisaje de esta nueva etapa nos permita prescindir de ello, 177 años después de que nuestro tren echara a rodar por vez primera.     

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