Opinión | Derechos y deberes
Astrid Barrio

Astrid Barrio

Profesora de Ciencia Política de la Universitat de València. Miembro del Comité Editorial de EL PERIÓDICO

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La responsabilidad hacia la universidad pública

Una clase en la Facultad de Medicina de la UB.

Una clase en la Facultad de Medicina de la UB. / JOAN CORTADELLAS

La Generalitat ha anunciado que el curso que viene dará cumplimiento a la reforma de la Llei d’Universitats de Catalunya aprobada hace casi tres años que se comprometía a rebajar los precios de las tasas universitarias. Este supondrá que el precio de las matrículas de los grados universitarios se situará en torno a los 1.000 euros anuales y que habrá un rebaja del 30% en los masters que habilitan al ejercicio de una profesión como el de la docencia o el de la abogacía. Teniendo en cuenta que estudiar un grado universitario en Catalunya es más caro que en el resto de España y también que los precios de las tasas están por encima de la media europea, esta se puede considerar una medida adecuada para asegurar la igualdad entre territorios. Hasta aquí bien.

No obstante, hay que recordar que el precio que se paga en forma de tasas para acceder a la universidad pública es solo una pequeña parte de lo que cuesta anualmente una plaza universitaria cuyo coste para las arcas públicas oscila entre los 5.500 euros que aportan Catalunya y Madrid, las peor financiadas, y los 9.000 que aportan el País Vasco y Navarra. Es decir, hay una gran diferencia entre lo que el usuario paga por curso universitario y su coste final. Es por ello sorprende mucho que en el debate sobre el precio de las matrículas y sobre la financiación de las universidades públicas solo se hable de derechos y nunca se hable de deberes. Los que tienen todos los estudiantes hacia el conjunto de la sociedad que con sus impuestos sufraga sus estudios superiores, y con el consiguiente coste de oportunidad, porque mientras se sufragan las matrículas universitarias se dejan de financiar otros servicios. Y esos deberes pasan por asistir a clase con regularidad, por aprovechar las oportunidades de aprendizaje y por actuar honestamente. En cambio, lo que se constata, es todo lo contario: cada vez hay más absentismo en las aulas, un fenómeno que se ha visto agravado tras la pandemia, cada vez hay más desinterés por parte de los alumnos y cada vez son más los alumnos que en vez de tratar de aprender tratan solo de salir del paso con el menor esfuerzo posible y a quienes solo les faltaba la IA. Por no mencionar las tasas de abandono en las universidades públicas que, según los últimos datos disponibles ofrecidos por el Ministerio de Universidades, los del curso 2019-2020, se sitúa en el 18,79% para el conjunto de España, un abandono que genera un enorme despilfarro de recursos públicos. Pero no pasa nada porque lo paga el Estado sin que al usuario culpable del derroche se le exija la más mínima responsabilidad.

Por ello, más que reducir el precio de las matrículas universitarias, una medida que además se puede considerar muy regresiva, se podrían estudiar otras que promoviesen la eficiencia y la justicia, como por ejemplo apostar por la gratuidad total en función de los resultados, con correctores iniciales que no impidiesen el acceso a las rentas bajas, así como introducir severas penalizaciones a quienes no cumplan con lo esperado. Y si alguien quiere hacer experimentos y perder el tiempo que se lo costee de su bolsillo y no con el dinero de todos.

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