Karla, o la dificultad de ser actor
Hechos como ser transgénero u homosexual o discapacitado o lo que sea, que hasta el momento aseguraban un premio, o por lo menos una candidatura, resulta que ya no bastan, ahora hay que tener un ayer impoluto
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Los errores de bulto de Karla Sofía Gascón (y de Netflix) que le han costado el Oscar

Karla Sofía Gascón presenta Emilia Pérez / CONTACTO
Cada vez se hace más difícil optar a un Oscar, e imagino que lo mismo ocurre con otros premios de cine como los Goya y los Gaudí, que no son más que la copia provinciana de aquellos. Hasta ahora, para ser candidato se valoraban méritos de verdad, como ser homosexual, haber cambiado de sexo, haber padecido una infancia difícil, pertenecer a una etnia históricamente desgraciada, sufrir alguna discapacidad (las intelectuales se valoran más que las físicas, aunque es mucho mejor sufrirlas ambas a la vez, eso es imbatible), o la falta de algún miembro (mejor, cuantos más). Todo ello, méritos tangibles que los miembros de la academia podían comprobar a simple vista, o al tacto, lo cual proporcionaba a los Oscar una credibilidad de la que carecían en la época dorada del cine, cuando se premiaban hechos tan intranscendentes, amén de subjetivos, como una buena interpretación: aquello era un sindiós y no había manera de ponerse de acuerdo. En cambio, sufrir discapacidades o pertenecer a una minoría étnica o social, es algo totalmente objetivo, con lo que nadie puede discutir si el Oscar es o no merecido. Podía debatirse hasta la extenuación si lo merecía Bette Davis o Audrey Hepburn, puesto que es cuestión de gustos, sin embargo, entre un actor blanco que entra al recinto de la gala por su propio pie, y otro gitano que llega a la misma en silla de ruedas, el veredicto está claro a favor del romaní. El problema se presenta si hay un tercer candidato negro, corto de vista y que ha crecido en un orfanato, donde además sufrió abusos sexuales. En esos casos dudosos, el premio al mejor actor se entrega a quien más lágrimas provoca entre los miembros de la academia. Hubo una breve etapa -es cierto- en la que los galardones recaían en quienes interpretaban papeles de marginados o discapacitados, pero eso era un quiero y no puedo, con buen criterio se pasó a premiar a actores y actrices auténticamente marginados o discapacitados. El método Stanislavsky llevado a las últimas consecuencias.
Sucede que, cuando nos habíamos acostumbrado a estos eficaces baremos y más de un aspirante a actor pensaba ya qué pierna cortarse, nos los han vuelto a cambiar. Ya no basta con pertenecer a un desgraciado colectivo, ahora es además necesario tener un pasado inmaculado y no haber dicho ni publicado jamás nada ni siquiera medio ofensivo en las redes, es decir, no haber publicado jamás en las redes, porque maldita la gracia de publicar en las redes si no es para ofender. Ahí está el pobre Carlos, digo Karla, que ya se veía acariciando la calvorota del tio Oscar gracias al innegable mérito de ser transgénero, y de golpe ha sido descabalgada, digo descabalgado, de la lucha de los premios, por no ser lo suficientemente discreto, digo discreta, y haber publicado tiempo atrás algunos tuits que no han superado la prueba de lo políticamente correcto. Hechos como ser transgénero u homosexual o discapacitado o lo que sea, que hasta el momento aseguraban un premio, o por lo menos una candidatura, resulta que ya no bastan, ahora hay que tener un ayer impoluto -lo cual incluye no haber comido jamás con las manos ni haber cruzado en rojo un semáforo- y además no haber ofendido nunca a ningún colectivo, nación, raza, religión, dieta alimenticia o especie animal. Se está poniendo difícil lo de ganarse la vida delante de las cámaras.
-Si lo llego a saber, me quedo como Carlos y me ahorro burocracia y una pasta en operaciones- debe de pensar ahora Karla, con toda la razón del mundo.
Tengo complicado lo de aspirar a un Oscar, bastaría con que alguien hiciera público algún artículo mío, cualquiera de ellos. Me consuela pensar que lo mismo les ocurriría hoy a tipos que decían lo que pensaban y además llevaban vidas no demasiado modositas, como John Wayne, Robert Mitchum, Sinatra o hasta el mismo Chaplin, con su querencia hacia las jovencitas. Incluso Rock Hudson y Montgomery Clift deberían buscarse lejos del cine otra forma de ganarse la vida, ya que, a pesar de que hoy gozarían del mérito indiscutible de ser gays, serían penalizados por haberlo ocultado, como si se avergonzaran de ello.
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