Opinión | Decreto ómnibus

Emma Riverola

Emma Riverola

Escritora

Los peleles de sus señorías

La tumba del bien

De ellos será la tierra

Los dados y la lluvia ácida

Imagen de archivo de Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo.

Imagen de archivo de Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo. / José Luis Roca

El proceso fue rápido. Aunque supiéramos de la posibilidad, no fue menos doloroso. De repente, la sangre convertida en polvo. Músculos, huesos, piel y órganos reducidos a hilachas. Así, endebles, adquirimos la condición de peleles. Espantajos de paja para que sus señorías los volteen y golpeen a placer. Pensionistas, usuarios del transporte público, damnificados por la dana y todo hijo de vecino convertidos en monigotes.

La culpa no es extensible a todo el hemiciclo, pero los inocentes son pocos. Con el pacto de investidura, los socialistas (más por soberbia que por ingenuidad) creyeron que sería posible doblegar a Junts a base de concesiones y sentido común. Atrapados en su engaño, por el camino van perdiendo prendas. El PP solo vive para derribar al Gobierno, con un líder que trata de disimular su inutilidad con aspereza, sin carisma ni ideas, el pelele mayor del conservadurismo. Y Junts, en su línea: la familia política que un día fue hegemónica en Catalunya, convertida en marioneta de Puigdemont (al menos, hasta que sea amnistiado). Su mensaje es diáfano: PP y PSOE son lo mismo. Lo que traducido viene a ser que todo lo español es despreciable. Como buenos nacionalistas sectarios, demuestran una gran sensibilidad hacia los símbolos de la patria. Viven para defender Catalunya, eso dicen, pero les trae al pairo los catalanes. Hay sed de venganza, por eso Puigdemont insiste en ver una mano negra del Estado tras los atentados islamistas del 17-A. Abonado a la conspiranoia, eleva la perversidad de España a la máxima expresión, fanatizando a sus creyentes. Mientras, Sumar y Podemos se deshilachan entre la nebulosa y las dentelladas.

Las cuestiones que quedaron empantanadas con la caída del decreto ómnibus se aprobarán de un modo u otro. Mientras, habrán servido de proyectiles partidistas. Cada votante podrá echar la culpa a los contrarios o, ya puestos, a la política en general. Los partidos, obsesionados en demoler al adversario, hace mucho que dejaron de ilusionar a la ciudadanía. No hay un liderazgo moral que trabaje por la unidad.

Así, con el descrédito de los partidos, pierde la democracia y gana el mercado. El mercado más salvaje y corrosivo. Ahí tenemos el gobierno de los superricos de Trump. Nos asusta la falta de ética de sus primeras medidas, pero quizá solo sea una delirante y adictiva película gore que atrae a unos, aterroriza a otros y distrae a todos. Tras la pantalla, una oligarquía tecnológica con el superpoder de la Inteligencia Artificial (capaz de dinamitar la realidad) se erige en capitán de un nuevo mundo.

¿Y la ciudadanía? Cautiva y desarmada. Cada vez más escasa de espacios de expresión y de comunidad, y más inmersa en espacios virtuales donde prima la crispación y la mezquindad. Instalados en las críticas y escasos de propuestas. Y cuando estas llegan, siempre van acompañadas de exigencias. Como si trabajar por los consensos fuera una muestra de debilidad insoportable. Una sociedad con alma de juececillos déspotas e insignificantes. Al fin, tan solo peleles.

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