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Tregua en Gaza prendida con alfileres

Muestras de júbilo por la tregua en Gaza de familiares de rehenes frente a la sede del partido Likud en Tel Aviv.Israel, el pasado miércoles. / EFE / ABIR SULTAN
El alto el fuego en Gaza acordado el miércoles por el Gobierno de Israel y Hamás abre una puerta a la esperanza de que cese la sangría -47.000 muertos en la Franja, un tercio de ellos, niños- y otra a una realidad por demás conocida: las dificultades de todo orden que presenta la aplicación íntegra de los términos de la tregua negociada en Doha. En primer lugar, porque un alto el fuego no es un tratado de paz, sino una suspensión de los ataques, un paréntesis que requiere la contención de las partes para que no salte por los aires al primer contratiempo o vulneración -real o presunta- de lo acordado. En segundo lugar, porque el alto el fuego en tres fases cuenta con la tutela desde El Cairo de Egipto, Catar y Estados Unidos, pero no prevé, como es lógico, ninguna intervención sobre el terreno de terceros si la aplicación se tuerce. En tercer lugar, porque es de sobra conocida la oposición del sionismo confesional -extrema-extrema derecha-, que forma parte del Gobierno de Binyamin Netanyahu, a toda concesión que impida la anexión de Gaza y resucite la solución de los dos Estados. Y es este un punto crucial habida cuenta las reiteradas amenazas de los aliados del primer ministro de romper la mayoría y obligarle a convocar elecciones.
Basta comprobar las reservas de última hora de Netanyahu para someter el alto el fuego a votación en el Gobierno para abundar en la idea de que a cada paso que se avance en la aplicación de la tregua es seguro que surgirán obstáculos de todo tipo. Es bastante ilustrativo el hecho de que hasta que entre en vigor el acuerdo -el domingo, el día previsto- no parece que vayan a detenerse las arremetidas de Israel con el consiguiente recuento de muertes; es una grosera certificación de que la estrategia de tierra quemada sigue ahí, amenazante, a despecho del estupor generalizado por las dimensiones de la matanza. Qué duda cabe de que, incluso si el alto el fuego se consolida, la atmósfera en el interminable conflicto palestino-israelí seguirá teniendo una densidad irrespirable.
Debe añadirse a lo antedicho que está por ver, cuando algo se tuerza, hasta qué punto actuarán con las debidas pericia y prudencia Donald Trump y su secretario de Estado, Marco Rubio, a pesar de la cooperación de la diplomacia trumpiana al lado de la de Joe Biden en la recta final de las negociaciones. El analista David Ignatius ha escrito en The Washington Post que el tono del último discurso de Antony Blinken, secretario de Estado saliente, “muestra lo difícil que será hacer un nuevo comienzo hacia la paz entre israelís y palestinos”, no solo por las características del conflicto, sino porque la solución de los dos estados es “el yugo que llevan todos los secretarios de Estado que he seguido, desde George Shultz en la década de 1980”. “Todos trabajaron -señala Ignatius- para crear la solución de dos Estados, un objetivo que parece obvio para todos, excepto para las partes directamente involucradas”. A los adversarios de la solución podrá añadirse a partir del día 20 el liderazgo de Trump, que es confesamente contrario a tal salida del laberinto.
Sostiene un articulista en The New York Times que el acuerdo representa para Trump sacar de la mesa “un tema importante mientras inicia un segundo mandato, lo que lo libera para perseguir otras prioridades”. Una apreciación a la que cabe añadir que el desenlace de las conversaciones de Doha es un triunfo en toda regla del presidente electo, a quien le ha bastado amenazar a Gaza con el infierno, si no liberaba Hamás los rehenes israelís, para alumbrar el alto el fuego, cerrado en términos casi iguales a los que se manejan desde mayo del año pasado: intercambio de rehenes israelís por prisioneros palestinos y entrada de ayuda humanitaria en la Franja, retirada escalonada de Israel y, por último, cumplidas las dos primera exigencias, reconstrucción de un mundo devastado que alberga a más de dos millones de personas, una empresa que se prolongará décadas. La estupidez de Alí Jamenei, máxima autoridad de Irán, al presentar el alto el fuego como la derrota de Israel frente a la resistencia palestina no es más que una muestra manifiesta de impotencia ante la capacidad de Trump de imponer su voluntad a las partes. La política del palo y el palo ha suplantado la muy vieja del palo y la zanahoria; los presagios de futuro resultan inquietantes.
La larguísima discusión que mantuvieron el antropólogo francés Didier Fassin y la socióloga franco-israelí Eva Illouz en las páginas del semanario Le Nouvel Obs al cumplirse un año de la guerra de Gaza ilustró que la percepción del conflicto en la izquierda está lejos de obedecer a un único punto de vista (el palestino). Se da en ella, por el contrario, un cruce de análisis en el que los derechos palestinos, la explicación de por qué Hamás ha llegado a ser la fuerza de referencia en Gaza, la convicción de que Binyamin Netanyahu ha desencadenado un genocidio -reflexión de Fassin- compatible con las matizaciones de Illouz, y esta, a su vez, denuesta la utilización de la crisis por el primer ministro para sus propios fines. El disenso entre ambos intelectuales queda atemperado por los matices, mientras que en la gestión futura del conflicto desde Washington no hay ningún propósito de buscar un punto de equilibrio que conjugue el derecho a la seguridad de Israel con el derecho palestino a disponer de un Estado propio en su hogar multisecular.
Si desde el principio de la crisis se ha reprochado con razón a Estados Unidos sostener incondicionalmente a Israel, lo que cabe esperar muy pronto es una aplicación específica en Oriente Próximo de un programa etiquetado cada día con más frecuencia como “nuevo imperialismo americano”. Dentro de tal concepto no tiene cabida la solución de los dos estados, la contención de los asentamientos y la seguridad de la población civil en la Franja; tampoco incomoda la invocación por el extremismo mosaico de una nueva nakba -catástrofe- para los palestinos a imagen y semejanza de la de 1948. Tal enfoque arma un espacio de confort para Netanyahu, soslaya cualquier responsabilidad suya en la masacre y le otorga un margen de maniobra extraordinario. En este entorno, se asemeja a una utopía creer que el alto el fuego puede desembocar a largo plazo en un tratado de paz que consagre los derechos de los palestinos. Ni siquiera la modestísima, domesticada y desprestigiada Autoridad Palestina concita la atención de Trump para cubrir el expediente.
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