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Periodista
Albert Garrido
Albert GarridoPeriodista
Trump y Musk asaltan el orden internacional
Los prolegómenos de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ensombrecen el futuro con señales inequívocas de graves disensos entre Europa y Estados Unidos, por no decir que se avizora una fractura de consecuencias imprevisibles en el bloque occidental tal como se entiende este desde hace ochenta años. Si la primera vez que ganó Trump las elecciones lo vieron muchos europeos como un personaje inclasificable y faltón, desde el 6 de enero de 2021, día del asalto al Congreso, se antoja un peligro cierto para los consensos democráticos, un personaje tóxico que zarandea sin miramientos el vínculo de Estados Unidos con sus aliados, busca la complicidad y el apoyo de la extrema derecha rampante en tantos ámbitos y persigue liquidar el paradigma de la globalización y diseñar otro con los rasgos de un nuevo imperialismo que justifique la compra de Groenlandia, la anexión de Canadá como el estado 51 de la Unión, la recuperación del canal de Panamá y otras iniciativas, incluido el propósito de cambiar el nombre al golfo de México.
El brazo armado de tal estrategia y fuera del control del Congreso es el ultra-ultra-ultrarico Elon Musk, de toxicidad parecida a la de Trump. Se asemeja Musk a alguno de los personajes característicos de las distopías puestas en circulación en el pasado, dotados de un poder ilimitado y capaces de manejar a su antojo los intereses públicos con el único objetivo de proteger sus intereses personales, base de su poder. El propietario de tantos entramados empresariales encabeza una coalición de oligarcas muy exclusiva que aspiran a domeñar la política, la economía y las relaciones sociales -al final, todo es más o menos lo mismo- y ponerlas al servicio de sus cuentas de resultados. No es exagerado decir que los grandes entramados empresariales de las tecnologías de última generación, más el poder de adulteración de la realidad de las redes sociales que controlan, se han especializado en una versión 2.0 de las guerras híbridas en el seno de las cuales desafían todos los días el orden internacional.
Las proclamas vociferantes de Trump se atienen tanto a urgencias económicas para disponer de las tierras raras que atesora Groenlandia, esenciales en el mercado de las nuevas tecnologías, como a acabar con las regulaciones tan características de la Unión Europea, a desentenderse del derecho internacional y a organizar el escenario de acuerdo con el doble principio del nacionalismo excluyente y el proteccionismo sin apenas excepciones, más un largo etcétera que incluye la negación de la emergencia climática, con la disminución del casquete polar ártico como la gran baza para controlar más de cerca a los adversarios -Rusia y China-, foto fija de una arriesgada confrontación de intereses.
El resultado previsible de tal programa es establecer un nuevo orden a escala mundial y desordenar la resistencia de los más reticentes, con la Unión Europea en primer lugar. En ese punto, las diferencias con Rusia son inapreciables o de detalle -es conocida la especial relación de Donald Trump con Vladimir Putin-, enfocado el futuro a debilitar a los europeos, dividirlos y promover a socios ideológicamente tan reconocibles como los partidos de extrema derecha, singularmente en Alemania, el Reino Unido, Francia e Italia. No oculta Musk su propensión a presentar a Alternativa para Alemania como la única capaz de sacar al país del atolladero ni tiene mayores cargos de conciencia al poner a disposición de Rusia su red de satélites en perjuicio de Ucrania, ni se contiene a la hora de arremeter contra el primer ministro del Reino Unido, Keir Starmer, a quien denigra sin tregua.
Todo resulta de una zafiedad escandalosa, pero de una efectividad indudable. Trump aprendió en la televisión los resortes esenciales de la comunicación para llegar a más gente con mensajes progresivamente más simples y excluyentes, al mismo tiempo más emocionales, para atraer a una parte cada vez mayor de la opinión pública. Musk en X y Mark Zuckerberg en Meta -Facebook e Instagram para más señas- alientan el arte obsceno de divulgar realidades alternativas -bulos y mentiras- mediante su decisión de no filtrar los contenidos en sus redes sociales; en nombre de la libertad de expresión dejan el camino expedito a la posible construcción de una realidad inexistente, manipulada, pero con un poder extraordinario de convicción y captación de voluntades en comunidades con una prosperidad degradada en las que -como las europeas- han dejado de funcionar los ascensores sociales o funcionan mucho peor que hace veinte años.
El relevo del día 20 en la Casa Blanca está preñado de riesgos ciertos para la cultura democrática, la estabilidad y la seguridad globales. Hay en lo que se avecina dosis enormes de incertidumbre, de división, de arbitrariedad; no hay en el horizonte inmediato ningún síntoma de moderación del disparate, de aproximación a la realidad sin afanes destructivos. De acuerdo con un esclarecido artículo del profesor Jeffrey Frankel, de la Universidad de Harvard, “desde un desplome de los mercados bursátiles y de bonos hasta una confrontación militar con China, no faltan los riesgos a la baja para 2025”. “Pero -añade-, sean cuales sean los desastres que Donald Trump provoque durante su primer año de regreso a la Casa Blanca, no se debe esperar que sus partidarios se vuelvan contra él”. Esto último entraña un potencial agravamiento de los riesgos si en las elecciones de mitad de mandato (noviembre de 2026) mejora el trumpismo los resultados de 2024, aumenta su mayoría en las dos cámaras del Congreso y se siente legitimado para radicalizar el discurso.
La proliferación de alusiones a la llamada trampa de Tucídices -la tensión subsiguiente al reto de una nueva potencia (China hoy) a una establecida desde hace tiempo con riesgo de que se desencadene una guerra- no son ni gratuitas ni alarmistas. Son, eso sí, la constatación evidente de que, de perseverar en su agresividad de ahora cuando ocupe el Despacho Oval, Trump puede alimentar una crisis más allá de toda previsión o medida. Escribió Antonio Gramsci a propósito de la emergencia del fascismo: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos”. Algo de ese conocido diagnóstico del pensador marxista hay en esa descomposición del orden surgido del final de la Segunda Guerra Mundial, sometido a rectificaciones, muchas veces injusto, pero que ha sido útil para evitar el Armagedón. Trump es, desde luego, incapaz de mejorarlo.
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