Opinión | Verdiales

Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

Periodista y escritora

Un nuevo comienzo

Nada tenemos menos garantizado que el largo plazo y, sin embargo, seguimos cayendo en la trampa de las metas, depositamos nuestras esperanzas en el nuevo año como si fuera a cambiar algo y no se tratara de veinticuatro horas más que pasan, un día, eso es todo

Celebración del fin de año en Nueva York.

Celebración del fin de año en Nueva York. / Alba Vigaray

Hace poco más de un año, es decir, que han pasado unos 380 días, escribí un artículo titulado 'Propósitos' en el que hablaba de todo lo que me proponía hacer en 2024. No mencionaba hechos concretos, viajes, cosas materiales, sino aspectos de mi forma de ser, de mi personalidad, que me comprometía a cambiar, corregir o atenuar, ya que había comprobado, o en mi lugar los demás habían detectado, que me perjudicaban, me provocaban bastante más mal que bien.

Decía, y no estoy haciendo memoria, me cito, que es una cosa horrenda pero en este momento muy práctica, viene al caso, que mi principal empeño para los doce meses venideros era sonreír más, tratando de cumplir, de ese modo, el deseo de L., eso me pidió, una noche, antes de que acabara 2023, tan infausto para mí. También aspiraba a seguir cuidando de los demás, pero sin desatenderme.

Durante el año que estaba a punto de comenzar me mimaría, me daría caprichos, me querría un poco más, mejor, y dejaría que me quisieran sin oponer resistencia. Estaba dispuesta a mirarme en el espejo de cuerpo entero sin miedo, procuraría expresarme, mis sentimientos, sin recurrir sólo a la literatura. Iba a hablar más, buscando sufrir algo menos. Intentaría cederle el control a la vida, siendo consciente de que nunca lo tuve, sin necesidad de poseerlo, qué absurdo.

Aprendería a decir que no a propuestas personales y profesionales y no habría consecuencias. Cometería errores, y no pasaría nada, me equivocaría sin castigarme por ello, dudaría, mucho, me contradiría, incluso. Seguiría construyendo ese hogar donde la familia es la que tú te haces, y no únicamente la que te toca. Escribiría, escribiría y escribiría. Y todo iba a hacerlo sin parar de sonreír.

Transcurrido el calendario completo, inaugurado otro, distinto, con los mismos meses e idénticas rutinas, me doy cuenta de que apenas he cumplido algunos de esos propósitos y, también, de lo inútil que es rellenar una lista con aspiraciones futuras. Nada tenemos menos garantizado que el largo plazo. Y, sin embargo, seguimos cayendo, yo la primera, tan bienintencionados, en la trampa de las metas, depositamos nuestras esperanzas en el nuevo año como si fuera a cambiar algo y no se tratara de veinticuatro horas más que pasan, un día, eso es todo.

Gracias a la ingenuidad que venimos cultivando desde la infancia, casi, con algún bache en la adolescencia y la madurez fruto de una complejidad existencial con la que no contábamos porque jamás nos hablaron de ella, igual que ignoramos la muerte, los gimnasios, las academias de idiomas o los nutricionistas hacen su agosto a principios de enero, cuando la cuesta es más pindia, la desazón gobierna el ánimo y el malestar no es únicamente un estado físico.

Lo entiendo, comprendo que tengamos que agarrarnos a las agendas y rellenarlas de contenido, citas y aspiraciones para tratar de darle sentido a la mera condición de existir. Pero no dejo de pensar en la plenitud vital que alcanzan quienes viven el presente con la certeza de que es lo único que tenemos, hasta el pasado es una rememoración, buena parte pura inventiva, quién sabe lo que sucedió, un relato construido, nada más.

Sin ser capaz todavía de lograr esa paz mental, de alcanzar esa sabiduría, lo único cierto es que no me gustan los finales, ni siquiera los felices. Prefiero los comienzos, los despertares, con la luz colándose por cualquier resquicio, siempre lo encuentra. Y aunque sé, lo he aprendido, que de nada sirven los propósitos de cara al nuevo año, ojalá 2025 sea más luminoso y benévolo. Brindo por eso y por los días que tenemos por delante, sean los que sean.