El caldo de Navidad
Negar nuestros orígenes no nos hace una sociedad más abierta y acogedora, sino más débil y perdida

Leonard Beard / Leonard Beard
Ya hace días que mi madre nos ha pasado la monumental lista de ingredientes para el caldo de Navidad, para que lo tengamos todo a punto. A pesar de sus noventa años, es ella quien prepara el caldo cada año, no fuera que alguien de nosotros, aprendices torpes, destrozáramos tal sutil operación. Huelga decir que se trata de un festival cárnico para una persona como yo, que no come carne. Sin embargo, si me perdonan la licencia personal, mi madre es más importante que mis convicciones, y un día al año me permito disfrutar de la exquisitez de un caldo espeso que alimenta solo con olerlo y que está hecho con la sabiduría inmemorial de la tradición familiar.
El caldo de Navidad. Personalmente es mi magdalena proustiana, el disco duro que guarda la memoria familiar, y cuando mi madre empieza a trastear por la cocina, y durante horas mima con cuidado la ebullición, la casa se llena de un olor atávico que contiene todas las Navidades que hemos pasado juntos. Este caldo es el aroma de la vida compartida, un lenguaje sutil que nos habla sin necesidad de palabras, una simple sopa que es un universo entero de recuerdos y emociones.
Amo la tradición familiar que nos reúne alrededor de la mesa de Navidad, con el caldo reinante por encima de cualquier exquisitez. Es la gran fiesta de la familia y lo digo como una apologeta, una entusiasta de la red de protección que hemos tejido hilo a hilo, año tras año, respetándonos y amándonos. Es cierto que la familia también puede ser una trampa o una cárcel, y la literatura está llena del infierno que muchos han sufrido cuando han caído en madrigueras de oscuridad, pero si la familia funciona, no imagino una estructura humana más segura y protectora . Y si esta familia amable se reúne en torno a una tradición ancestral, que contiene siglos de vivencias, todos los presentes nos sentimos menos asustados y menos solos.
La madre, el caldo, la tradición, la familia..., casi cumplo todos los ítems de la incorrección política, en estos tiempos donde muchos valores que deberían estar por encima de miradas políticas, han quedado contaminados por la hiperideología que lo políticamente correcto ha impuesto. Pero, empujada por mi tendencia a cabrear a los celadores de la fe ‘woke’, también me atrevo a decir que amo el carácter religioso de la Navidad. Es decir, su valor cristiano. Y no, no soy creyente, aunque los dioses del amor no me molestan. O, más aún, creo profundamente en aquellos creyentes a quienes la creencia en Dios les ha hecho mejores personas. Pero no tengo la suerte de poder creer en una mayor trascendencia, atrapada en el racionalismo militante que me ha forjado intelectualmente, y hablo de suerte, porque es evidente que los no creyentes estamos más perdidos ante la muerte. Sin embargo, más allá de las creencias personales, vengo y me siento partícipe de una tradición religiosa milenaria que ha forjado la identidad de nuestro pueblo, y que nos ha enviado valores de humanidad. El pesebre, con ese niño Jesús que simboliza el amor y la empatía; las estrellas, que marcan un camino luminoso; los villancicos, que nos ligan más allá del tiempo. No soy creyente, pero soy culturalmente católica, y no solo no rechazo esta herencia, sino que la reivindico, convencida de que me ha dotado de valores profundos.
Vivimos tiempos extraños en los que todo lo que nos da solidez como sociedad se pone en cuestión, inmersos en una ideología licuosa que quiere desprendernos de siglos de cultura colectiva. La delirante idea de ‘las luces inclusivas’ del Raval; el miedo a montar un belén en la plaza de Sant Jaume, no vaya a ser que molestáramos a algún recién llegado; la exigencia de que sustituyamos el “feliz Navidad” por un “buenas fiestas”, para no herir sensibilidades religiosas... Al final, incluso el ‘caganer’ será un anatema. Cuánta, cuánta imbecilidad en nombre de la corrección política. Negar nuestros orígenes no nos hace una sociedad más abierta y acogedora, sino más débil y perdida. En este sentido, es escalofriante ver cómo las neuras ideológicas de determinada progresía se imponen por encima del sentido común.
Termino con el pedazo del poema ‘Sopa de Farigola’ de Josep Carner, en honor al caldo de mi madre: «Vora l'olla salta el foc./ La mare crida i trascola/ i vigila de reüll/ la sopa de farigola/ que està si bull si no bull./ Si, de lluny, el fum albires,/ plega, pare, ton fadic;/ja s'entaulen les cadires/i les sopes fan bonic». Feliz Navidad a todos.
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