Opinión | Educación
Albert Soler

Albert Soler

Periodista

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Maestros de hoy y de ayer

No recuerdo que nos dijera que íbamos a la escuela a ser felices, él creía que estábamos allí para aprender, y no solo lo que salía en los libros, también sus consejos

Una aula d’un centre educatiu.  | JORDI OTIX

Una aula d’un centre educatiu. | JORDI OTIX

El pasado miércoles, don Emilio Malpica habría cumplido 94 años. Cosas de la vida, o más bien de la muerte, el día anterior lo enterraban. El señor Malpica, entonces los profesores eran señores, fue mi maestro en 2.º de Primaria, hace de ello 55 años, más de medio siglo. Era un profesor de los de enseñar cantando las tablas de multiplicar, de iniciarnos en la ortografía, de rezar en clase -tuvimos que comprar un rosario, en casa nadie sabía de dónde sacar uno, ni siquiera mi abuela- y de pegar con una regla de madera en la palma de la mano a quien hablaba en el aula, leve castigo en comparación con otros profesores de la época: al señor Malpica no lo recuerdo humillando de palabra a ningún alumno, ni mucho menos poniéndole la mano encima, como sí vi hacer a otros docentes. También nos enseñaba algunas canciones (al rememorar aquellos años, veo a todos los compañeros cantando con el señor Malpica "en la feria del maestro Andrés…"). Un maestro de escuela de los de antes, a quien siempre tuve por buena persona. En estas fechas estaría dibujando motivos navideños en la pizarra con las tizas de colores (sólo se utilizaban en ocasiones excepcionales), y prendiendo la estufa con la que intentábamos no pasar mucho frío.

A pesar de haberlo perdido de vista hace décadas, si pienso en mi etapa escolar primigenia, me viene a la memoria el señor Malpica. Cada vez que leo el poema de Machado de los niños aprendiendo las tablas de multiplicar y la "monotonía de lluvia tras los cristales", le veo a él. Tal vez porque era andaluz como Machado, también pongo su rostro al Juan de Mairena creado por este, y ya no sé si quien aconsejó “preguntadlo todo, como hacen los niños. ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué lo de más allá?” fue el maestro creado por el poeta o el que tuve yo en los Maristas.

El martes me personé en su funeral. Creo que era el único antiguo alumno, aunque vayan ustedes a saber -¿quién es capaz de recordar a un excompañero de pupitre después de tantos años?-, y me presenté a su hijo, haciéndole saber quién era yo y por qué me encontraba allí: para presentar mis respetos a un auténtico maestro y a una gran persona, aunque fuera 55 años después de que me enseñara a escribir y a multiplicar.

No sé qué opinaría el profesor Malpica de la enseñanza de hoy, él corregía en rojo, cosa que al parecer afecta la autoestima infantil. Sí sé que jamás fue mi amigo, ni ganas, ni mucho menos le apeé del tratamiento de usted y, por supuesto, a mis padres jamás se les habría ocurrido ir a quejarse de una mala nota que me pusiera: más bien al contrario, me habrían obligado a estudiar más. Tampoco recuerdo que nos dijera que íbamos a la escuela a ser felices, él creía que estábamos allí para aprender, y no solo lo que salía en los libros, también sus consejos. A mi hijo Ernest lo sacamos con urgencia del colegio al que iba cuando vimos que a los 10 años no sabía multiplicar y que, ante nuestra protesta, el director del centro nos anunció -con una inquietante sonrisa- que allí primaban que los niños fueran felices. Arrancamos de cuajo a Ernest de aquel paraíso en la tierra, de aquel mundo de felicidad -más bien del 'Mundo Feliz' de Aldous Huxley-, así de poco lo queremos, y lo metimos de cabeza en otro colegio. Concertado, claro. Pagando, claro. Qué remedio, claro.

No recuerdo si yo era feliz cuando iba a clase del señor Malpica, lo que es seguro es que aprendí a escribir y a multiplicar, vaya lo uno por lo otro, la felicidad me la he ido procurando por mi cuenta a base de cerveza helada. Éramos niños de 6-7 años, y el profesor nos trató siempre como a proyectos de hombre, no como a idiotas, que es lo que hoy se lleva.

En el funeral, supe que vivía no muy lejos de mi casa, tal vez me crucé algún día con él y no lo reconocí, podría haberle dicho lo que Camus a su antiguo profesor cuando ganó el Nobel: “Sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello, continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido”. Supe también que, hasta poco antes de su muerte, se dedicaba a cultivar un pequeño huerto. ¿Cabe más bella vejez para quien dedicó su vida a formar niños, que ver cómo una pequeña simiente se convierte en fruto?

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