Opinión | Gárgolas
Josep Maria Fonalleras
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Una meditación

La muerte se nos presenta como un misterio, como un baile de fantasmagorías, una danza que es macabra y que a la vez funciona como cierto espacio y cierto tiempo para la serenidad

Isabelle Huppert y La Veronal animan la semana de programadores del Temporada Alta

Un momento de 'Totentanz'.

Un momento de 'Totentanz'. / Lorena Daverio

Yendo hacia el teatro –en este caso, un antiguo convento; ahora, centro cultural– paso por la orilla del río. Bajo uno de los puentes, en uno de los pilares, hay una pintada de hace tiempo. Nadie la ha borrado todavía. Creo que proviene de los días de pandemia. Dice: "Bailando hasta que todo acabe". No hay firma. Solo es el recuerdo de alguien que pensó que la única solución que quedaba era entregarse a la danza, de forma desenfrenada, hasta un fin cercano. Es una pintada que no irrumpe en el espacio cotidiano y quizá por eso todavía resiste. No molesta y nada reivindica. Solo certifica una posibilidad. O una necesidad. 

La vuelvo a contemplar, pues, mientras voy a ver el estreno en el festival Temporada Alta de 'Totentanz – Morgen ist die Frage' (La Danza de la Muerte – Mañana es la Pregunta), el último espectáculo de La Veronal que también se podrá ver desde el 5 de diciembre en el Teatre Lliure. Es una reconstrucción pagana, o quizá religiosa, vete a saber, porque bebe de los ritos ancestrales, de los rituales con los que nos enfrentamos a la muerte desde el fondo de los tiempos. Y también de la modernidad, la marca de fábrica de la factoría de Marcos Morau. Es él mismo, el coreógrafo, el que nos habla de revisitar la danza de la muerte, un “anacronismo deliberado, casi una meditación”. La muerte se nos presenta como un misterio, como un baile de fantasmagorías, una danza que es macabra y que a la vez funciona como cierto espacio y cierto tiempo para la serenidad. 

En Verges, tenemos uno de los ejemplos más antiguos de esta representación. La lenta procesión acompasada con una percusión insistente y magnética de los esqueletos. La Veronal bebe de estas referencias y también del desfile de personajes de Bergman que, en la lejanía de una cresta de la montaña, ejecutan los pasos definitivos hacia la desaparición. Pero también hay, en esta 'Totentanz', además de los recursos sonoros de berridos y tambores, de una banda sonora inquietante, casi terrorífica, un aire de Liszt o de la magnética voz de Maria Arnal. Y el silencio, el silencio que trata de captar tanto la placidez estática de los cadáveres (unos títeres de tamaño natural, pavorosos) como la reacción del público que asiste, medio atemorizado, medio expectante, al velatorio. Pero también –en un estallido inesperado– la catarsis de uno de los bailarines, que abandona la liturgia para adentrarse en una locura 'trance'. Lo dice el dramaturgo de la 'performance', Roberto Fratini: "no hay danza que no pertenezca a la muerte y no hay danza más esencial que la danza de la muerte". Y añade: “Danzamos como sonámbulos hacia el abismo; la 'Danse Macabre' es la antepasada de cualquier 'rave'". Quizá se trata de eso, de soltarse, de bailar hasta que todo acabe o, aún más, de seguir bailando cuando la Desconocida se nos lleve. Las canas de la gran Lorena Nogal, la bailarina emblemática de La Veronal, se esparcen en una capilla gótica nublada con incienso, iluminada en la oscuridad inmensa por un neón. Mañana es la pregunta. La respuesta es una ceremonia como esta, la de la muerte que baila.

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