Opinión | La espiral de la libreta
Olga Merino

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Periodista y escritora

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El almuerzo de Mazón en El Ventorro

Al presidente valenciano, enrocado en el relato de la casa de comidas, célebre por sus platos de cuchara, le queda una sola vida, que ha fiado a la reconstrucción. Ha puesto al frente a dos militares cargados de medallas  

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Carlos Mazón.

Carlos Mazón. / EFE

Los opinantes de la plataforma TripAdvisor dejan en muy buen lugar la casa de comidas El Ventorro, donde supuestamente almorzó Carlos Mazón el fatídico martes 29 de octubre. Se trata de un restaurante de esos que llaman «de producto», a solo diez minutos a pie de la Generalitat Valenciana. Ignoramos qué menú eligió el presidente —le están reclamando el ticket—, pero no debió de tener queja a juzgar por los comentarios de la clientela, que insiste en ponderar la frescura de los ingredientes y sobre todo los platos de cuchara: estofado de rabo de toro, alubias verdinas con perdiz, arroz caldoso, judías pintas con chorizo, garbanzos con careta. Ah, la esencia de las Españas haciendo chup-chup. La primera vez que Julio Camba probó la fabada se comió tres platos de una sentada y luego se pasó las 48 horas siguientes en su hotel de Gijón haciendo «una brillante imitación de la anaconda», postrado en el lecho, sin saber si acudir al hospital o si afiliarse al Partido Reformista, cuyo líder, Melquíades Álvarez, había pagado la comilona. Política y mantel congenian muy bien. Dice el periodista Eugenio Viñas que un veterano reportero de Valencia llama a El Ventorro «la cueva de las conspiraciones» por las numerosas tramas que en sus reservados se han urdido, conciliábulos de segundo rango, más bien de directores generales que de 'consellers'.

En casa somos muy partidarios de los platos de cuchara y de las sobremesas de café, copa y puro, costumbre que ya solo practicamos en Navidad, cuando la charla y los reproches pueden alargarse indefinidamente porque no hay nada que hacer por la tarde. En casa nos da bastante igual con quién almorzó Mazón, pero no así las tres horas transcurridas entre el aperitivo y la cuenta. Desde luego, fue Rajoy quien batió el récord de las sobremesas el día de la moción de censura, hace ya seis años: ocho horas, desde las dos de la tarde hasta las diez de la noche, en el restaurante Arahy de la calle Alcalá. Pero la diferencia resulta sustancial: Mazón estaba ‘desaparecido’ y a Rajoy lo estaban haciendo ‘desaparecer’. Un amigo mío vaticinó que acabaríamos echándolo de menos.

Se conoce que entrar en El Ventorro implica un viaje al pasado. Muros gruesos, techos de vigas, paredes decoradas con azulejos valencianos y aperos de labranza y molienda, como una antigua venta, aquellas casas desperdigadas por los caminos para el hospedaje de viajeros en otro tiempo. La literatura del Siglo de Oro está plagada de posadas, ventorros y mesones como metáfora de la vida, escenarios de trampas y encuentros azarosos. Al pobre Sancho lo mantean en la venta de Juan Palomeque, y Don Quijote quiere hacerle creer que aquello es un castillo encantado y que quienes han participado en el vapuleo son «fantasmas y gente de otro mundo». No sabemos cómo saldrá Mazón de esta, enrocado en el ventorro, pero le queda una sola vida que ha fiado a la reconstrucción con dos militares al mando cargados de medallas. En casa no entendemos nada y seguimos soplando la cuchara frente a la tele; mi padre a veces cree que han vuelto las gachas y ‘farinetes’ de la posguerra.

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