Opinión

Albert Soler

Albert Soler

Periodista

Cuando mueran los políticos

Lo de afligirse por figuras que pasan a mejor vida -por más que en su caso sea difícil mejorarla- se lleva mucho en el extranjero

Katie Holmes y Greg Kinnear, en 'The Kennedys'.

Katie Holmes y Greg Kinnear, en 'The Kennedys'.  / ARCHIVO

Mi señora se ha enganchado a una serie televisiva, gracias a la cual me he dado cuenta de que, en Estados Unidos, cuando muere un político, la gente se pone a llorar a moco tendido. En pocos días -en la ficción las cosas van deprisa- he visto cómodamente desde el sofá cómo se cargaban a dos Kennedy y a Martin Luther King, y en todos los casos, protagonistas y secundarios de la serie han quedado en estado de 'shock', llorando como magdalenas y abrazándose unos a otros, como si fueran futbolistas haciendo el corro antes de empezar el partido, esa nueva moda tonta. Como no es la primera vez que observo esta situación en el cine o en la TV, debo creer que es verdad, que en Estados Unidos se muere un político y, sorprendentemente, la gente se lo toma como algo personal y dramático, casi como si les hubieran atropellado a la mascota. Ahora que caigo, también los ingleses sollozaron a mares cuando se murió Lady Di, o sea que lo de afligirse por figuras políticas que pasan a mejor vida -por más que en su caso sea difícil mejorarla- se lleva mucho en el extranjero.

Otra cosa es en España. Aquí las cosas van distintas, no en vano es la tierra del muerto al hoyo y el vivo al bollo. No me imagino a los españoles llorando si fallecieran Pedro Sánchez o Feijóo, ni tampoco a los catalanes en el caso de que el fiambre fuese Presidentilla o Presidentorra. Ni aunque la espichara el mismo Rey, los españoles dejarían de salir a tomar cañas y hacer chanza del suceso. Todo lo más, eso hay que reconocerlo, algunos lacistas llorarían si se enteraran de que la 'estelada' está a media asta en la Casa de la Republiqueta porque ha palmado su inquilino, pero sería porque se les terminan las oportunidades de negocio, nada más. La única excepción que recuerdo a ese desinterés por la suerte de nuestros gobernantes fue la muerte de Franco, ahí sí que hubo lágrimas -algunas de alegría-, lo cual me lleva a deducir que a lo mejor Kennedy fue el Franco de los americanos, aunque cantándole en su cumpleaños Marilyn Monroe en lugar de Juanita Reina, la diferencia no es poca. Imagino que en el extranjero son más lloricas porque consideran a los políticos un miembro más de la familia, mientras que aquí solamente los queremos. Los queremos lo más lejos posible de nuestra familia, digo.

A Kennedy lo despidieron miles de ciudadanos, entre lágrimas, durante todo el trayecto en tren de su cuerpo hasta Washington, cosa que nadie haría en España, porque nunca se sabe a qué hora sale un tren y mucho menos cuando llega -si es que llega-, lo más probable es que el cadáver llegara descompuesto o se extraviara por el camino. Pero es que aunque tuviéramos una red ferroviaria apta para el transporte de dirigentes políticos muertos, a nadie se le ocurriría ponerse al lado de la vía a esperarle llorando, en España eso de mirar pasar al tren lo dejamos a las vacas. Aquí lo que se lleva es hacer algún chiste sobre el político muerto, las lágrimas las derramamos cuando nuestro equipo de fútbol pierde o cuando se nos casa la niña. En la serie -e imagino que así sucedía en la realidad-, cuando se enteran del asesinato de Kennedy, los empresarios mandan a los empleados para casa, se conoce que están todos tan tristes que ni trabajar pueden, mejor que vayan a llorar junto a la familia. Y lo más increíble es que precisamente eso es lo que hacen, ir a llorar junto al televisor, en lugar de aprovechar para ir a pasar el día a Coney Island, como haría cualquier trabajador español. Imagino la cara que se le quedaría a mi director si se muere Pedro Sánchez -a quien Dios guarde muchos años- y le digo que me voy a casa a pasar el duelo, que estoy en un sinvivir y que así no hay manera de trabajar.

Jardiel Poncela, que por algo era español, decía que la muerte tenía una sola cosa buena: las viudas. Lo entendió bien Onassis que, en lugar de llorar, aprovechó para llevarse al huerto a Jackie Kennedy. El problema de Estados Unidos es que es un país demasiado nuevo, y los ciudadanos aún piensan que su vida va a cambiar dependiendo de quien gobierne, y que entre Kennedy y Nixon o entre Trump y Kamala, habrá alguna diferencia. En eso les llevamos los españoles siglos de ventaja, por eso sabemos que da igual y que la muerte no tiene nada de malo. La de los demás, claro.

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