Opinión | Apunte
Escritor y periodista
Juan Soto Ivars
Escritor y periodista
Un festival sin macro
Estábamos en el 17º Festival Ribeira Sacra, en Galicia, tres periodistas culturales y un periodista político debatiendo sobre el sentido que tiene prescribir, es decir, contar a los demás lo que merece y no merece la pena oír, leer y ver. Nos oían unas veinte o treinta personas tiradas por el césped, el sol brillaba, las viñas agitaban las hojas como faunos que saludan y a cuarenta metros estaba a punto de empezar un concierto de Glassio, que durante esa tarde se había subido a un catamarán para cantar con su guitarra delante de otras veinte o treinta personas surcando el río Sil, ligeramente distinto al que contó Conrad. En un momento dado Gonzalo Cortizo lanzó la pregunta de si los macrofestivales de música son un prescriptor o una abominación, a lo que Fernando Navarro y Laura Piñero respondieron con argumentos y yo dije que a los macrofestivales siempre he ido a drogarme. Era verdad.
Durante los últimos años he leído artículos sobre las paupérrimas condiciones laborales de los macrofestivales de música, sobre el empobrecimiento de la escena local y la muy barata forma de entender el caché de los grupos con el nombre pequeñito en el cartel. Cero sorpresa: los macrofestivales son como comprar en Zara, y no puedes aspirar a que una camiseta te salga a cuenta sin que hay esclavos en alguna parte. Como dijo Louis CK, la esclavitud es un fenómento netamente negativo hasta que compras un boleto para entrar en las pirámides de Egipto. ¿Por qué íbamos a sentirnos culpables quienes sostuvimos un macrofestival tras otro si además estábamos poniendo nuestro granito de arena para el infame y asesino negocio del narcotráfico? En Occidente, a menudo, uno sólo tiene la opción de saber que aporta al daño global, agitar los brazos y la cabeza y no dar al resto la murga más de lo que dura fría una cerveza.
Era, de cualquier forma, un festival muy diferente este de la Ribeira Sacra. Habían hecho sold out pero tanto en los conciertos como en las experiencias, que eran conciertos con cata de vino en una bodega o encima de un barco, en todo momento tenías espacio para moverte y para respirar, y los camellos parecían exigencia del pasado. Será cosa de la edad: allí, en el alucinante cauce del río Sil, había mucho cuarentón, y por las caras de satisfacción juraría que muchos volveremos, mientras los festivales no empiecen a celebrarse en residencias de ancianos.
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