Costumbre de las costumbres
Cuando no sabes qué hacer, porque no hay nada que hacer, o al revés, porque hay muchísimo, optas a menudo por hacer lo de siempre

Barcelona ilumina la Navidad. En la imagen, encendido de luces en el paseo de Sant Joan de Barcelona. / JORDI OTIX
La Navidad no es más que un exceso de costumbre, empezando por la fecha. Representa un exuberante «siempre igual» que para unos se vuelve insoportable y para otros gratísimo. Eso también constituye otra costumbre: los detractores y los partidarios de estos quince días. Quizá el héroe sea el individuo poco interesado en esta época, ese que cuando le dicen «Felices fiestas» se sorprende y puede responder, sinceramente, que no tenía ni idea de que es Navidad. La admiración por alguien así sería automática. Pero quién puede vivir de semejante forma, completa e inexplicablemente ignorante, hundido en los pequeños verbos que van saliendo al paso en los días del montón, como trabajar, almorzar, reposar, tiritar, estornudar, llorar, dormir, caminar, pagar, lavar, olvidar o bromear, del todo ajenos a los más solemnes, como celebrar, brindar, regalar, etcétera.
En 'La parcela', de Alejandro Simón Portal, hay un momento en el que el narrador se confiesa dependiente de la presencia de su pareja. «Me acostumbré a él –afirma–, y uno se dedica a lo que se acostumbra». Y en esas estamos todos nosotros, dedicados a «hacer», a favor o en contra, la Navidad, porque no hemos conocido otra forma de existir al llegar diciembre. Es tremendo, porque en el fondo se trata de ejecutar muchas veces una cosa, sin cansarse de ella, como si la vida resultase más llevadera si entre lo novedoso se encuentra ocasión para repetir lo viejo.
Cuando no sabes qué hacer, porque no hay nada que hacer, o al revés, porque hay muchísimo, optas a menudo por hacer lo de siempre. Por supuesto, las costumbres admiten cambios: los de unas por otras. Nada tiene por que ser para toda la vida. Solo no cambia que necesitas costumbres, las que sean. En la costumbre de tener costumbres, el otro día conocí a alguien que cada 25 de diciembre, desde hace tres años, se compra un 'panetone' que tiene que comer en un minuto. He ahí el ritual. Liquidar semejante bollo en sesenta segundos me parece una de las costumbres más hermosas a las que cabe dedicarse en Navidad.
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