Opinión | Gárgolas
Josep Maria Fonalleras
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El cuerpo más bonito y el más contrahecho

Dos textos memorables, dos actores solos, la oportunidad de comprobar que el teatro es precisamente eso: alguien que dice un texto en un escenario y alguien que lo escucha y se estremece

Carreras y Calderón, dos gigantes en el Espai Lliure

Pere Arquillué: "El demonio es algo que todos llevamos dentro"

Pere Arquillué, ayer, frente al Teatre Romea al que regresa a partir de este miércoles con 'El cos més bonic que s'haurà vist mai en aquest lloc'.

Pere Arquillué, ayer, frente al Teatre Romea al que regresa a partir de este miércoles con 'El cos més bonic que s'haurà vist mai en aquest lloc'. / Ricard Cugat

Coinciden en Barcelona (y hasta el día de la Mercè) dos monólogos que han recibido las mejores críticas, interpretados por lo que antes conocíamos como "monstruos de la escena". Antes y ahora, porque tanto Joan Carreras como Pere Arquillué, enfrentados a dos textos robustos, profundos, de gran complejidad, demuestran que, en el escenario, son eso, monstruos, “seres fabulosos que presentan una conformación contraria al orden natural” o que son de un “tamaño extraordinario”. Sus actuaciones –en 'Història d'un senglar (o alguna cosa de Ricard)', en la Villarroel; y en 'El cos més bonic que s’haurà trobat mai en aquest lloc', en el Romea– están más allá de lo normal, expuestos a la intemperie, exhaustos en el desierto de un espacio sin asideros (cuatro cuerdas y un sillón para Carreras, apenas un foco para Arquillué) y, sin embargo, vencedores en la contienda de superar el estricto marco físico del teatro, capaces de construir todo un universo (con rincones y rotondas, con campos verdes e infiernos insondables) a partir del gesto y la palabra.

La historia del jabalí es la de un actor que acaba convirtiéndose en la monstruosidad que encarna. Harto de las “piscinas de leche merengada” asume el rol de quien justamente reniega (el Ricardo III de Shakespeare) de la placidez de los “días gentiles y delicados” y añora “el ritmo truculento de los tambores”. Aquel Ricardo, “débil y contrahecho” a quien los perros ladran por una fealdad que se hace insoportable, acaba conquistando el alma del actor que construye escenarios y deconstruye sueños.

Al lado del contrahecho está el cuerpo más bonito. La fealdad que genera violencia versus la violencia que destruye la belleza. En el texto de Josep Maria Miró, impresionante, testimonio de la fragilidad, asistimos a la lenta aparición de todo un pueblo (consumido por la culpa y el pecado, en busca de la expiación) que se nos muestra real salo a partir de la presencia de un Arquillué majestuoso que recrea él solo todo un mundo. "No imposto la voz", ha dicho, "sino que intento encontrar la respiración de los (siete) personajes". La hipérbole del título se va descomponiendo como el cadáver y se convierte en retrato íntimo, social y moral. Aún están a tiempo (quedan pocos días) para hacer un tour de dos etapas: la del jabalí que se subleva y la del cuerpo que rasca en el sotobosque de las conciencias. Dos etapas, dos textos memorables, dos actores solos, la oportunidad de comprobar que el teatro es precisamente eso: alguien que dice un texto en un escenario y alguien que lo escucha y se estremece. Solo eso.

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