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Allende, medio siglo después

Augusto Pinochet (izquierda) y Salvador Allende, el 23 de agosto de 1973, pocos días antes del golpe del primero en el que murió el presidente chileno.
Transcurrido medio siglo desde la asonada que canceló la presidencia de Salvador Allende y abrió un paréntesis de 17 años de dictadura militar, difundido el contenido de una parte no menor de la documentación relacionada con el golpe de Estado en Chile del 11 de septiembre de 1973, conocido el testimonio de quienes fueron perseguidos con saña por el régimen de Augusto Pinochet, casi el 40% de los chilenos creen que fue el presidente constitucional de la república el responsable del llamado quiebre institucional. Se antoja una paradoja que tal sea el resultado de una encuesta después de la abundante información descladificada que permite seguir hasta el más mínimo detalle el origen, el desarrollo y el desenlace del golpe, pero es, al mismo tiempo, una señal inquietante de la división social en Chile, del auge del conservadurismo, en general, y de la extrema derecha, en particular, activada a partir del fracaso de la primera convención constitucional y de la victoria de Gabriel Boric en las urnas. O viceversa, como escribía hace unas fechas un editorialista.
Tal es así, que el periódico conservador chileno El Mercurio titulaba su portada del jueves con “las desprolijidades que frustran un acto de unidad”, aunque la imposibilidad de la conmemoración unitaria es desde hace meses el objetivo apenas disimulado de la coalición Chile Vamos, conglomerado de partidos conservadores. Y sin disimulo alguno es el propósito de José Antonio Kast, el líder de la extrema derecha agrupada en el Partido Republicano: hacer imposible el recuerdo unitario de los sucesos de 1973, dispuesto a darle la vuelta a la historia y justificar la necesidad del golpe. Favorecido todo ello por la debilidad de Boric, con un Parlamento que juega a la contra en un clima de desentendimiento de una parte de la opinión pública, obligada a presenciar un debate político que siente ajeno en mitad de una situación económica en la que el Banco Central de Chile pronostica que, en el mejor de los casos, el ejercicio de 2023 se cerrará con crecimiento cero.
La vieja causa ética que en los años setenta movilizó y conmovió no solo a las izquierdas, sino a todos los demócratas, que avisó de la amenaza que se cernía sobre América Latina en forma de sangrientes dictaduras militares, es hoy motivo de discusión en el lugar donde se desarrollaron los hechos. Una mezcla de revisionismo moral, relativismo histórico y manipulación de los datos pone en entredicho el hecho esencial de que los uniformados se levantaron contra el Gobierno legítimo del presidente Salvador Allende, contaron con la complicidad de Estados Unidos -Richard Nixon y Henry Kissinger, al frente de las operaciones- y llevaron hasta sus últimas consecuencias un programa económico ultraliberal -los Chicago boys, sus inspiradores-, mientras la Caravana de la Muerte perseguía hasta la tumba a los opositores dentro y fuera del país mucho después de la carnicería en el Estadio Nacional de Santiago (el exministro Orlando Letelier fue asesinado en 1976 en Washington por sicarios de la Dina, la policía política de la dictadura).
El caso chileno confirma una vez más que la supervivencia del legado de las dictaduras se prolonga mucho más allá de los años que oficialmente están en vigor. Hay una alargamiento cultural de las dictaduras que las sobrevive por un período de tiempo indefinido, que favorece el desarrollo de un individualismo y de un clasismo propenso a la nostalgia, a la añoranza de un modelo social inmutable donde están repartidos de antemano los papeles y no hay otra verdad que la propaganda aventada por el dictador y sus secuaces. Ese es el trasfondo de los discursos que sostienen que la conmemoración del golpe en Chile hace imposible la unidad porque se fundamenta en una versión de lo sucedido que libera de toda responsabilidad a la izquierda en el poder desde 1970. Dicho de otro modo, quienes reclaman un enfoque unitario de la conmemoración pretenden legitimar hoy el golpe en nombre de los errores -algunos de ellos, ciertos- que cometió el Gobierno de Unidad Popular.
Nada es demasiado novedoso en ese planteamiento. Un día de hace bastantes años, Manuel Fraga sostuvo que toda la culpa de la guerra civil española era de quienes gobernaban en 1936; hace mucho menos, Georgia Meloni, poco después primera ministra de Italia, y alguno de sus colaboradores inmediatos recurrieron a toda clase de circunloquios cuando se les preguntó por su apego a Benito Mussolini; en Alternativa para Alemania se respira una atmósfera parecida a casi ochenta años de distancia de la derrota del nazismo. En España, los líderes de Vox describen el Gobierno de Pedro Sánchez como el peor en ochenta años, lo que pone a salvo los del franquismo (fusilamientos y garrote vil incluidos); en Francia, el demagogo Éric Zemmour no oculta su admiración por Charles Maurras.
El escritor colombiano Carlos Granés resume en el libro Delirio americano la descripción que de Salvador Allende hizo en 1974 Gabriel García Márquez: “El presidente chileno era un demócrata que había querido llevar la revolución a Chile con los votos y un revolucionario que no estaba dispuesto a traicionar la legalidad”. La simplicidad es solo aparente en el retrato del presidente que sale de la pluma del gran novelista porque, en efecto, Allende descartó la vía insurreccional y la acción directa para sanear la estructura social de un país empobrecido, pero su propuesta vio la luz en el entorno poco propicio de un continente gestionado por Estados Unidos de acuerdo con la lógica de la guerra fría y el objetivo histórico de controlar su patio trasero. Reconocer hoy esto no parece que pueda hundir las columnas del templo, pero para la movilización conservadora en curso es más útil forzar una versión ad hoc a fin de establecer paralelismos entre la situación en Chile en 1973 y el mandato de Gabriel Boric, según diseño de los estrategas de Kast y adláteres. Todo ello a pesar de la distancia sideral que separa aquel entonces de ahora.