Agua corriente

¿Tú también, Judas?

Irane montero posa en las escalinatas del Congreso tras ser aprobada la ley trans.

Irane montero posa en las escalinatas del Congreso tras ser aprobada la ley trans. / EP

Emma Riverola

Emma Riverola

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El perro levanta la cabeza y observa a la señora de la casa. “¿Tú también, Judas?”, acaba de proferir la mujer. Por el tono lastimero del interrogante, el animal entiende que no va con él. Tampoco esos bufidos ni ese revolverse en la silla ni ese diario arrojado sobre la falda. La mujer suspira, niega con la cabeza y cierra los ojos. El perro se le acerca y posa la cabeza sobre su regazo. Recibe una caricia distraída, y él responde con un lametón agradecido. Quizá no sea tan grave.

No es tan grave, eso mismo se repite la mujer. Pero no puede evitar sentir el escozor de las heridas. Esas que se abrieron en el mismo momento de su nacimiento: “¡Al fin, un niño!”, exclamó su padre. El hombre llevó puros a todos los compañeros del trabajo. Estaba encantado con sus cuatro hijas, pero le hacía ilusión un chavalín.

Creció con la inquietud pegada a la piel, aprendiendo a acallar sus contradicciones, realizando visitas furtivas a las habitaciones de sus hermanas. Recuerda la primera vez que se probó un vestido, no tendría más que cinco años. El espejo delataba que la prenda le excedía por todas partes, que la sisa le llegaba por el codo, la cintura acariciaba las rodillas y el corte minifalda barría el suelo. Por primera vez, se sintió increíblemente hermoso. ¿Hermosa?

A medida que los vestidos iban encontrando mejor acomodo en su cuerpo, la vergüenza fue creciendo. Y la negación, por supuesto. Dormía rezando por despertarse “normal”. Eso se decía, “normal”. Pero amanecía y seguía perdido en una vida equivocada.

Una familia feliz

Estudió contabilidad, consiguió un trabajo estable, conoció a Amalia y tuvieron dos hijas. Una familia feliz. Y sí, lo fue, a su manera. Sentía que iba acumulando amor, pero también tristeza. Tardó años, décadas en entenderse, aún más en perdonarse. Solo cuando se bendijo, se atrevió a pedir la bendición de los suyos. Y la consiguió.

Hace ya diez años que se separó de su mujer. Ella se volvió a casar, pero sigue siendo su gran amiga, su mayor sostén. Igual que sus hijas. Por primera vez pudo dormir sin rezar por ser “normal”. Su hija mayor, a quien le costó más aceptarlo, llegó un día a casa con un precioso álbum. Quitó todas las fotografías familiares enmarcadas y las guardó en él. Dejó el libro en un lugar destacado de la estantería y colocó imágenes recientes en los marcos. “Para que el pasado no duela”, le dijo. Y no pudo amarla con más fuerza. 

Mentiría si dijera que su transición fue un camino de rosas, tampoco lo ha sido su vida. Pidió ayuda, claro. En las asociaciones de personas trans siempre se ha sentido reconfortada, pero también por la deriva social. Lloró como una magdalena cuando Carla Antonelli fue elegida diputada en la Asamblea de Madrid. Ella representaba la encarnación de la aceptación, de la normalidad.

Por eso, ahora, suspira. Y se lamenta. Y le entran ganas de arrojar el periódico por la ventana. O el móvil. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo puede ser que el camino se haya estrechado de repente? De nuevo, vuelve a escuchar discursos que parecían superados, reservados a los reductos ultraconservadores. Día sí día también, su condición es negada y caricaturizada hasta la saciedad. Objeto de las burlas más hirientes. Reducida a la perversión y asimilada a conductas aberrantes: cuando no tramposos que codician marcas deportivas, depravados sexuales ansiosos por entrar libremente en los baños o los vestidores femeninos para violar a las mujeres. También en las cárceles. ¿En qué momento empezaron a perderse los logros conseguidos con tanto sufrimiento?

Entrar en las redes sociales es algo parecido a caminar descalza por un campo de ortigas. Lo peor es cuando topa con personas a las que admira, a las que ha admirado toda su vida -intelectuales, periodistas, escritoras…- ¿por qué ahora se burlan de su condición? ¿Por qué le niegan incluso su existencia? Eres hombre, vienen a decirle. Y ella las llama Judas. Y suspira y baja los párpados y, a veces, se le escapa una lágrima. Entonces, su chucho mil leches le pega un lametón. Hay que seguir.

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