Palacios digitales
El parto de la burra de la T-Mobilitat exprimió recursos de la ubre colectiva cuya rentabilidad no queda demasiado clara a día de hoy
Alejandro Giménez Imirizaldu
Arquitecto por la ETSAB, profesor de urbanismo de la Universitat Politècnica e investigador del Laboratori d’Urbanisme de Barcelona.
Alejandro Giménez Imirizaldu
El metro de Moscú, 1935, es el transporte público más concurrido del mundo occidental, con 2.000 millones de pasajeros al año. Solo es superado en número por algunos suburbanos de Extremo Oriente. Sus andenes impresionan: cúpulas compuestas, lámparas de araña, medallones, mármoles, dorados y maderas nobles. Sus estaciones se presentan como suntuosos palacios de lo colectivo. Pero en pleno siglo XXI el lujo ya no reside en las molduras. Tampoco en el dinero. Usted y yo no amasaremos nunca tanto capital como los directivos de KPMG, Indra o La Caixa pero vamos a durar los mismos 80 años que estima el INE como esperanza de vida. Con esa idea puede aventurarse que el verdadero valor de la vida radica en el tiempo. Y el verdadero lujo en disponer de él a voluntad.
Como las vacaciones perpetuas no entran en el menú y a la jornada de seis horas le falta cocción, sería conveniente que la movilidad de los ciudadanos, sobre todo aquella obligada, diaria, de casa al trabajo y vuelta, se resolviera en condiciones de precio y tiempo razonables. La inversión en transporte público ofrece grandes retornos desde el punto de vista de la siniestralidad, la sostenibilidad, la rentabilidad social, la calidad urbanística, la accesibilidad universal, la velocidad comercial, las frecuencias y, por lo tanto, la eficiencia económica. ¿Barra libre? No. Esa inversión debe basarse en la demanda, los recursos y las tecnologías disponibles.
En el origen de la T-Mobilitat se encuentra la respuesta a una demanda de tarificación integrada, justa, adaptable a las especificidades y contingencias personales, familiares y colectivas. ¿Por qué costó tanto? Hubo un momento en que parecía que iba a llegar antes la independencia que la tarjeta de plástico. El parto de la burra exprimió recursos de la ubre colectiva cuya rentabilidad no queda demasiado clara a día de hoy. Los datos públicos de la T-Mobilitat son esquivos y las denuncias a la violencia obstétrica de su venida al mundo tienden al olvido.
No es objeto de estas líneas señalar responsabilidades, que para eso está la hemeroteca, sino apuntar soluciones de futuro. ¿Es posible un pacto público-privado en la gestión digital que no pretenda una extracción rentista, abusiva, de los esfuerzos que hacemos entre todos por una movilidad inclusiva, saludable y sostenible? Tal vez sí. Haría falta un control más riguroso de ese pacto. Los tribunales de Cuentas y sindicaturas en los rangos municipal, autonómico, nacional y europeo deberían tutelar, asistidos por un órgano colegiado, independiente y tecnológicamente solvente, este tipo de negocios.
El palacio del pueblo del transporte colectivo es hoy digital. La tecnología puede distribuir de manera equitativa costes y beneficios y acercarnos a un cambio de modelo. También a una Barcelona multicéntrica. Unos macrodatos bien custodiados permiten ofrecer tarifas afinadas por edad, por renta, por emplazamiento, por familia. Podrían también vincularse al Bicing y al Ambici. Contener otros servicios. Un palacio en una tarjeta.
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