Parece una tontería

¿Señor, tiene hora?

La velocidad a la que se suceden las cosas, y la cantidad de cosas que hay que hacer a lo largo del día para ordenar la vida, nos impide distraernos de la hora más allá de unos pocos minutos

Los móviles presentan ciertos riesgos

Los móviles presentan ciertos riesgos / Istock

Juan Tallón

Juan Tallón

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Me pararon el otro día en la calle para preguntarme la hora, y no supe qué responder, la verdad; además, me dijeron «Señor». ¿La hora? ¿Cómo que la hora? ¿Qué significaba aquella pregunta? ¡Pero si todo el mundo lleva la hora encima, como la ropa o la respiración! Me entraron las dudas y miré a mi alrededor por si, en realidad, pretendían distraerme para atracarme, o quizás convencerme para hacerme socio de otra ONG. 

Nos hemos desacostumbrado tanto de la maniobra de responder por la calle a la consulta «¿Qué hora es?», que, en verdad, fue como si no entendiese bien la pregunta. Cuando me relajé al fin, miré el reloj, que había olvidado ponerme al salir de casa, y después consulté el teléfono. No sin ciertos atrancos, le dije que eran casi las doce. Cuando el hombre se alejó, me di cuenta de que faltaban casi quince minutos para el mediodía, de manera que mi respuesta se volvió más rara que la pregunta.

Nuestra relación con la hora ha cambiado mucho en unos pocos años. La velocidad a la que se suceden las cosas, y la cantidad de cosas que hay que hacer a lo largo del día para ordenar la vida, nos impide distraernos de la hora más allá de unos pocos minutos. En todo momento somos conscientes de ella. En España, echamos un vistazo a nuestro teléfono una media de ciento cincuenta veces al día, así que vemos el reloj en la pantalla en otras tantas ocasiones. 

Preguntábamos la hora cuando teníamos tiempo para distraernos de ella, y no había que hacer cosas continuamente, además no existían los móviles y había gente que no tenía o no usaba reloj. Hace varias décadas, Telefónica disponía de un número gratuito –el 093– al que los usuarios llamaban para saber qué hora era exactamente. «Yo nunca llevaba reloj y era un asiduo usuario del servicio de información horaria», me confesó una vez Antón Reixa, hablándome de la época en la que se pasaba el día localizando cabinas telefónicas durante las largas giras de conciertos. 

Gran dictador

El reloj tiene algo de último gran dictador. Nos está sometiendo toda la vida, somos un juguete en sus manos, como en aquel relato de Cortázar, en el que sostenía que cuando te regalan un reloj por tu cumpleaños «te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire», pues tienes que cuidarlo, convivir con el miedo a perderlo, que se te caiga al suelo. Al final, «no te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj». 

Hay algo en la hora que invita a la obsesión, a tenerla absolutamente presente, a que tu suerte dependa de ello. Sería hermoso vivir sin necesidad de saber en qué momento del día exacto se está, que la hora fuese algo que quedase en el aire, inexacto. Pero la belleza muere a veces antes de existir. Así no hay quien viva. De pronto, necesitas mirar el reloj, asegurarte de que tu existencia se acompasa al tiempo, y si no, mal, como en aquella escena de 'Tristram Shandy', en la que el protagonista cuenta que el día que fue engendrado, sus padres hacían el amor cuando, de pronto, la madre se desentendió momentáneamente del sexo y preguntó a su marido si le había dado cuerda al reloj del salón.