Recuerdos

Vaciar una casa

Es un tema muy serio: qué hacemos con lo que somos. Dónde metemos la memoria, qué creemos inútil y qué preferimos sacrificar

Piso vacío

Piso vacío / BARCELONA PISOS CEDULA DE HABITABILIDAD PATRICIA CASTAN PISO Alquiler de Estudio en avenida Gran Vía Corts Catalanes, 275

Care Santos

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Afortunados aquellos que nunca han tenido que vaciar una casa. Decidir con qué se quedan, poco o mucho. Repartir, descartar, renunciar. Buscar quien se lleve esas mil y una menudencias que con los años se acumulan en los cajones. Llenar sacas de basura. Llamar cien veces al servicio de recogida de trastos viejos. Carretear maletas llenas de ropa hasta la puerta de Cáritas. Buscar quien acoja a los libros que tienen algún valor y deshacerse del resto, kilos y kilos de papel imposibles de mover. Preguntarse qué hacer con esas cosas mínimas que han estado allí desde siempre: la caja de los botones, la tortuga de cerámica, las gafas que ya no sirven a nadie… 

Y lo emocional. Revisitar a cada objeto la historia exacta que lo trajo hasta allí, a quién importó, por qué no puede quedarse. Suponiendo que esas cosas estén claras, porque en este proceso también hay misterios, como en todas las vidas: cosas que no se sabe a quién pertenecieron, documentos de significado opaco. Y sobreponerse al final que, como todos los finales, tendrá algo de inoportuno, algo de grandioso y algo de ridículamente miserable.

Acabo de pasar por todo ello. He vaciado la casa donde mi familia de origen vivió desde el año 1964. La casa donde mi padre tuvo su consultorio de médico durante tres décadas. El primer sitio al que me llevaron al nacer. Donde convivimos todos los años en que fuimos una familia de cinco miembros con perro, y también cuando nuestra vida comenzó a desintegrarse. El lugar donde mi madre quiso vivir sola durante casi treinta años, y donde murió, hace algo más de tres meses.

En estas semanas me han contado muchas historias de casas que había que vaciar. He conocido a tres hermanas que mantienen el gran piso familiar intacto desde hace décadas y que se reúnen allí cada mes para homenajear la memoria de los ausentes. No lo vacían, dicen, porque no sabrían ni por dónde empezar. También he conocido a quien prefiere acabar cuanto antes. Al día siguiente de la defunción del padre o la madre contratan a una empresa de vaciado que en cuestión de horas deja las habitaciones desnudas y llenas de ecos. Todo sin abrir un solo cajón y sin preguntarse siquiera qué contienen.

Los arrepentidos

Están también los arrepentidos. Fueron resolutivos, arrojaron muchas cosas a la basura creyendo que no las iban a extrañar nunca más, porque al fin y al cabo no tenía sentido guardarlas, como no tiene mucho sentido guardar nada. Pronto comenzaron a resentirse de haberse librado de ellas. Aquella colección de dedales, el reloj que no funcionaba, la colcha de ganchillo... Nunca se sabe lo que la memoria va a reclamarnos ni cuándo.

Yo envidio a quienes pueden tomárselo con calma. Visitan la casa de vez en cuando, sin urgencias, y a cada viaje se llevan algo, un jarrón, un servilletero, una botella de moscatel… y así durante el tiempo que haga falta, hasta que no queda nada.

Es un tema muy serio: qué hacemos con lo que somos. Dónde metemos la memoria, qué creemos inútil y qué preferimos sacrificar. Qué versión de nuestra vida esconde lo que nos quedamos. Afortunados aquellos que nunca han tenido que vaciar una casa.

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