Periodista.
Josep Cuní
Periodista.
Pere Moradell, un alcalde permanente
Accedió al cargo cuando su localidad solo tenía tres farolas y un tercio de los habitantes actuales. La evolución del municipio es simultánea a su propia vida
El voto, como herramienta de participación democrática, es el máximo símbolo del sistema. Con él se construyen hospitales, decía Alfredo Pérez Rubalcaba. En cambio, añadía, la indiferencia no construye nada. Por esto hay que preservar el sufragio del fastidio, la participación de la abulia, el deseo de la desgana. Pero no nos lo ponen fácil. El barro de posibles negocios con papeletas empaña un proceso que merece revisión, adaptación y transparencia. Más aún si los polvos de esta campaña pueden ser los lodos que embarrarán la siguiente.
La impresión generalizada es que la política ha ido a menos. Que se presenta incapaz de resolver los problemas que preocupan a la sociedad que es para lo que, en principio, se practica. El nivel de la mayoría de nuestros representantes se antoja mejorable cuando se compara con los nombres propios de un pasado cada día más lejano. Mirada nostálgica en época excitada. Poco tiene que ver el presente con aquel pretérito que también entonces parecía imperfecto. Las cosas han cambiado lo suficiente como para que los compromisos públicos no puedan cumplirse con la agilidad que activa la necesidad. Incluso la exigencia requerida. Las propias normas impuestas juegan a la contra. Con las actuales leyes no se hubieran podido hacer los grandes cambios urbanísticos y estructurales que mejoraron el paisaje, rejuvenecieron las ciudades y modernizaron el país.
Que sea lo que tenemos no supone conformarse. Al contrario. Participar en las elecciones es una manera de dejar constancia del compromiso asumido. Ya no con los candidatos, ni siquiera con sus siglas o intenciones, sino con uno mismo. Con la abstención pierde fuerza la reclamación. Y aunque ambas cosas son legítimas también son éticamente antagónicas. Sí, se corre el riesgo de la frustración y la indignación causadas por el engaño. Pero nos queda la libertad de cambiar de opción. Votarles no es casarse con ellos. Ni siquiera profesar su religión. Mucho menos su culto. También en esto han cambiado las tendencias. Por suerte.
Lo sabe bien Pere Moradell Callís (Torroella de Fluvià, 1953). Lleva 44 años de alcalde y persiste. Accedió al cargo cuando su localidad solo tenía tres farolas y un tercio de los habitantes actuales. La evolución del municipio es simultánea a su propia vida. Empezar a los 26 con la incipiente democracia cuando todo estaba por hacer y todo parecía posible y llegar a los 70 con la misma ilusión es remarcable. Las nuevas circunstancias no le restan impulso porque su filosofía sigue siendo clara y lógica: estar al servicio de los vecinos y dedicarse a resolver sus problemas. Hacer de psicólogo e incluso confesor en época descreída. Y acceder a todos los servicios sin instalaciones superfluas. Sí a un buen dispensario y no a un gran pabellón con probabilidades de tenerlo vacío. Pragmatismo ampurdanés y visión de conjunto. La misma que le ha llevado a resistir como socialista en zona eminentemente independentista y superar las recientes épocas convulsas viendo como ahora aquellos que le creían equivocado le admiten que era él quien tenía razón.
En Catalunya, la línea paralela de Moradell es Josep Vilà en Fogars de la Selva. En el resto de España otros 10. Puede que Rajoy acertara. Parece que estos alcaldes supieron elegir a sus vecinos.
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