Los nuestros
Lo que sucedió con Vinicius en València ocurre en todos los estadios, bares, calles y tertulias públicas, incluso en el Parlamento
Julio Llamazares
Escritor y guionista. Autor de 'Luna de lobos', 'La lluvia amarilla', 'Cuaderno del Duero' y 'Atlas de la España imaginaria'.
En medio de la polémica que hemos vivido estos días a propósito de los insultos racistas a un futbolista del Real Madrid (hay 6 o 7 de raza negra, pero solo insultan a uno, a ver si no es ese el motivo), el presidente del club, Florentino Pérez, hizo una declaración solemne: "El Real Madrid no va a tolerar más insultos racistas contra nuestros jugadores". Repito el final de la frase: "Contra nuestros jugadores". Es decir, que, si los insultos racistas son contra jugadores de otros equipos, el Real Madrid no va a decir nada.
En vísperas de una nueva jornada electoral, las palabras del presidente del Real Madrid, cuyo poder traspasa el ámbito futbolístico como cualquier periodista puede atestiguar, cobran un significado que desborda el puro semántico para clarificar la vida entera de un país cuya división entre buenos y malos (españoles, por ejemplo, pero también vascos o catalanes), entre los nuestros y los que no lo son, entre los que sobran y los que no, lo contamina todo cada vez más. Dejada ya muy atrás la Guerra Civil, que dividió en dos a los españoles, incluso la época del terrorismo de ETA, que hizo lo mismo con los vascos, parece, sin embargo, que aquí se sigue viviendo en una idea maniquea que parte en dos a los ciudadanos (entre conservadores y progresistas, entre barcelonistas y madridistas, entre 'pros' y 'antis' de todo) sin que sea posible una comunicación entre ellos, reduciéndose la convivencia a una tolerancia obligada. O eres de los nuestros o eres de los otros y a partir de ahí ya no hay nada que hablar.
Remedo de una guerra
Cómo hemos llegado a este punto después de una etapa, la de la Transición democrática (como todo, vilipendiada ahora por unos y defendida sin posibilidad de crítica por los opuestos), es la pregunta que nos hacemos muchos, sobre todo los españoles que no dividimos el mundo entre buenos y malos, entre los que sobran y los que no en este país o en alguno de sus territorios. Seguramente, el mero hecho de preguntárnoslo nos sitúe ya entre los sospechosos de ser enemigos de unos y otros, como sucede en el fútbol con los que no tenemos colores y simplemente gustamos de ese deporte y lo disfrutamos en vez de sufrirlo como les pasa a los aficionados 'hooligans'. En la política sucede igual y hasta en el desarrollo del día a día, por lo que todo es motivo de confrontación, que aumenta exponencialmente en días como estos, cuando unas elecciones se presentan no como un ejercicio de libertad democrática, sino como el remedo de una guerra a la que se va con el voto en la mano pero con un insulto en el corazón.
¿Cómo extrañarse, pues, de que esas mismas personas en los estadios de fútbol horas después insulten a todo el que se ponga a tiro y que no represente a su equipo, sea del color que sea y haya hecho lo que haya hecho? Si es uno de los nuestros, hay que defenderlo a muerte y, si es de la tribu contraria, matarlo. Así que nadie busque explicaciones racistas en lo sucedido con el jugador Vinicius en Valencia. Lo que sucedió con él en Valencia ocurre en todos los estadios, bares, calles y tertulias públicas, incluso en el Parlamento, el templo de la palabra según su etimología, cierto que con otros modos (el cara a cara modera los rostros de odio y las agresiones verbales), y es el reflejo de lo que está pasando en este país, cuya polarización creciente tiene que ver con otras razones que van mucho más allá del racismo.
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