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Erdogan, al galope con la tradición

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, y su esposa, Emine Erdogan, rodeados por la multitud cuando salen del colegio electoral después de votar en las elecciones presidenciales y parlamentarias, en Estambul, Turquía.

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, y su esposa, Emine Erdogan, rodeados por la multitud cuando salen del colegio electoral después de votar en las elecciones presidenciales y parlamentarias, en Estambul, Turquía. / OZAN KOSE / AFP

Albert Garrido

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El resultado de la primera vuelta de la elección presidencial en Turquía, celebrada el pasado domingo, permite llegar sin gran esfuerzo a una conclusión tan simple como inesperada: Recep Tayyip Erdogan sigue siendo el político más popular del país a pesar de la desastrosa situación de la economía y de las secuelas del terremoto que en febrero causó 50.000 muertes. Ni los sondeos efectuados durante la campaña ni el olfato de los analistas percibieron esa conexión del presidente con un electorado fiel, dispuesto a seguirle allí donde vaya, sin que importe demasiado la naturaleza autocrática del poder acumulado por Erdogan. Pesa mucho en esa actitud el apego a la tradición y el desapego al Estado laico, a la herencia del reformismo occidentalizante promovido con agresividad manifiesta por Mustafá Kemal Atatürk hace un siglo.

El islamismo del Partido de la Justicia y el Desarrollo, que tanta preocupación causa en Occidente, atrae a los descendientes de quienes vieron en el final del sultanato y la secularización del Estado la cancelación de sus señas de identidad más añejas, la disolución del acervo cultural otomano. Salidos de la derrota de 1918 y de la desaparición del imperio, vieron en el movimiento de los Jóvenes Turcos una impugnación completa del pasado, del vínculo entre religión y poder, de la influencia multisecular de la Sublime Puerta, sin que en tales sentimientos pesara la decadencia de un régimen que mereció el apelativo de enfermo de Europa.

Bien es cierto que en la larguísima presencia de Erdogan en el poder pesan también diferentes formas de clientelismo electoral y una maquinaria de propaganda que trabaja sin tregua dentro y fuera de los medios de comunicación. Pero tal realidad es insuficiente para explicar que más allá de la inflación sin freno, la debilidad de la lira, los frecuentes casos de corrupción y las carencias de todo tipo que padecen los damnificados del terremoto, comparezca el presidente sin rasguño y renueve su partido la mayoría absoluta en el Parlamento. Hay otros factores que activan a una opinión pública que más allá de las grandes ciudades y de las zonas turísticas ve en Kemal Kiliçdaroglu, el candidato de la oposición, un personaje ajeno a sus sentimientos más íntimos.

El encaje de la minoría kurda en esa urdimbre tejida por las emociones tiene una importancia mayor y será fundamental en la cita con las urnas del día 28. El ultraderechista Sinan Ogan, que hizo bandera de la brega antikurda durante la campaña, obtuvo en la primera vuelta el 5,2% de los votos o lo que es lo mismo, 2,8 millones de papeletas, muchas más de las 250.000 que le faltaron a Erdogan para salir reelegido. Podría el socialdemócrata Kiliçdaroglu acercar su discurso a las reivindicaciones de la comunidad kurda para procurarse un plus de votos, pero en este caso perdería el favor de una parte de sus votantes en la primera vuelta; Erdogan, en cambio, puede sumar a sus proclamas los mensajes antikurdos del nacionalista Ogan, retener a sus electores sin mayor dificultad o coste y aun ganar algunos, bastantes.

El presidente de Turquía se acerca así a un tercer mandato apoyado en una trama de intereses concretos donde, a diferencia del electorado, pesa poco la política de las emociones. Importa, por el contrario, la proyección exterior del país mediante una nueva relación con Rusia, bastante alejada, por cierto, de la tradición, facilitada por la naturaleza autocrática del poder en Moscú y Ankara. Importa asimismo el papel cada vez más relevante en Oriente Próximo y ese calculado alejamiento de la Unión Europea sin dejar de pertenecer a la OTAN, sostenido tal andamiaje en la necesidad de la Alianza de cubrir con garantías su flanco sudoriental y en las reticencias históricas de Bruselas de incorporar a Turquía a largo plazo.

En esos días propicios a los análisis apresurados dedicados a la victoria de Erdogan contra la mayoría de vaticinios apenas asoma la poquísima atención dispensada por Occidente a Turquía más allá de su inclusión en la OTAN. Desde del desmembramiento del imperio otomano, al final de la Primera Guerra Mundial, hasta hoy se han sucedido las situaciones de excepcionalidad, la debilidad del sistema de partidos, la injerencia del Ejército en la política y la ascensión del islamismo sin que, por lo demás, se revisaran las teorías clásicas del orientalismo, el punto de vista de autores tan consagrados como Bernard Lewis, un estudioso del islam y del imperio otomano que elogió en sus libros el reformismo de Atatürk, pero soslayó a menudo el hecho de que su empresa echó mano de un autoritarismo a menudo inaceptable.

Ese esfuerzo por imponer un modelo sin entrar en otras consideraciones pervive frente al legado del otomanismo, de un esplendor que entró en declive en pleno auge de los dos grandes imperios coloniales y que sucumbió a su empuje. Recep Tayyip Erdogan ha sabido sacar el máximo partido a los mitos del pasado, algo común a todos los nacionalismos, asentado en un islamismo que acepta las formalidades de la democracia representativa, pero recurre a toda suerte de atajos para retener el poder. De tal forma que el presidente galopa hacia la reelección, hacia una perpetuación del poder poco menos que absoluto del que disfruta, sin que el grueso de sus seguidoras vea en ello vulneración alguna de lo que cabe esperar de un gobernante según los códigos que el sultanato legó a la posteridad.

Al mismo tiempo, los defensores del Estado laico que siguen a Kemal Kiliçdaroglu aspiran a algo radicalmente diferente, lo que de forma inevitable se traduce en la configuración de una sociedad dual, con dos modelos difícilmente compatibles. No es el caso turco el único en la progresión de esa estructura bipolar, sobre todo a causa de la proliferación y éxito de formas autocráticas de poder, pero sí es el más genuinamente diferente de Oriente Próximo y con atributos para ser referencia de otros islamismos (seguramente ya lo es), aunque la marcha de la economía justifique las previsiones de un futuro sombrío.

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