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Carlos III, más pompa y más circunstancia

El rey Carlos y la reina consorte Camila, durante un acto en el palacio de Buckingham. /
La grandiosidad escénica de la ceremonia de coronación del rey Carlos III no ha atenuado el espíritu crítico de algunos analistas, que ven en la cita de Westminster mucho pasado y muy pocos anclajes con la realidad del Reino Unido en el siglo XXI. Si cuanto siguió a la muerte de Isabel II estuvo marcado por la deslumbrante ejecución de unas exequias propias de una superproducción de alcance y seguimiento globales, donde el resplandor de los uniformes y la precisión milimétrica de los ritos se impuso a cualquier otro sentimiento, la coronación del sucesor permite aquilatar hasta qué punto los usos y el código de señales de la monarquía británica han cambiado o son sustancialmente los mismos a los que se ajustó la coronación de la joven Isabel hace 70 años.
Pocas veces, ante un episodio tan orientado a deslumbrar al auditorio, se ha emitido una opinión tan poco complaciente como la del respetado analistas Martin Kattle en las páginas del diario progresista británico The Guardian. Alude el articulista a la naturaleza religiosa de la ceremonia, al vínculo entre la monarquía, el cristianismo y los ciudadanos, como si hoy, al igual que en el pasado, la religión fuese un ingrediente básico y distintivo de la sociedad británica. Para Kattle, hay en todo ello “un engaño nacional muy deliberado sobre la religión”. Y añade: “De alguna manera, el engaño se esconde a plena vista, sin llamar la atención. La especulación previa a la coronación se ha centrado en cambio en cosas más triviales (Camilla, Harry, Meghan) o en la popularidad general de la monarquía en la era posterior a Isabel. Pero cuando miras y escuchas la coronación en sí, el engaño religioso es difícil de pasar por alto, y más difícil de creer”.
Bien es cierto que palacio ha querido significar en los días previos los ingredientes multiconfesionales incorporados a la ceremonia, pero finalmente el factor dominante de la coronación es la exaltación religiosa de la figura del soberano, su condición de cabeza de la iglesia anglicana, fundada por Enrique VIII hace cinco siglos. “El resultado es muy conservador. No se ha hecho ninguna concesión significativa a las sugerencias de que el ritual de coronación debería diluirse, reformularse o incluso abandonarse. Es un error tonto y revelador”, escribe Kattle.
No es este el único analista que discute la oportunidad y el perfil de los fastos de Westminster. Si él deduce del guion seguido en la abadía que se trata de un programa arraigado en “ideales religiosos y feudales obsoletos”, otros recuerdan que la coronación de Isabel II en 1953 también se quiso ver como el inicio de una nueva era, aunque finalmente la reina hubo de ponerse al día muchos años después en medio de las intrigas familiares, las aventuras galantes y los escándalos que dañaron el prestigio de la monarquía y la imagen de los Windsor.
El hecho es que el aprecio por la monarquía es minoritario entre los ciudadanos en la franja de edad entre los 18 y los 34 años, y es aún más pequeño entre el grueso de la población inmigrante, con raíces culturales en África y Asia, mayoritaria en muchos suburbios y que experimenta en carne propia el fracaso del multiculturalismo -cada comunidad en su gueto-, con el mestizaje en mínimos. Más allá o más acá de los dorados de las carrozas, el desfile de los soldados y las voces de mando, en el ritual de Westminster se compendia cuanto de añejo y lejano representa la monarquía, representada ahora por un rey que está muy lejos de tener la popularidad de su madre y que con harta frecuencia aparece como un personaje lejano, encerrado en sí mismo.
Acaso se ajuste poco a la realidad esa impresión, abonada durante años por el insólito trato que dispensó a la princesa Diana y su trágico final, pero desde luego la alimentará en grado sumo la pompa y la circunstancia de la coronación, el hecho de que alguien con una fortuna que supera los 600 millones de euros, que no paga el impuesto de sociedades y el de sucesiones, cargue al presupuesto del Estado los gastos de una jornada más propia de un capítulo de una teleserie que de un relevo en el trono de un país zarandeado por la crisis económica. Algo chirría en el boato hasta hacerlo poco menos que injustificable, salvo que tal justificación sea la necesidad de subrayar la excepcionalidad de la monarquía británica, atractivo turístico de primer orden, promotora de un merchandising permanente y muy próspero.
Noticias relacionadasEn las frecuentes digresiones de los constitucionalistas británicos acerca de cuál es el papel de un monarca a quien, a lo sumo, solo le compete una función representativa, se suele orillar el hecho de que, en realidad, nadie sabe muy bien en qué consiste su trabajo. Se trata de un empleo poco específico: todo se hace en su nombre, pero nada puede disponer más allá de los límites familiares; debe, por el contrario, atenerse a cuanto deciden el Gobierno, el Parlamento y los funcionarios públicos, llamados de la Corona, aunque es obvio que tal expresión no es más que una etiqueta. De ahí que sea tan importante en la aldea global, en el seno de una sociedad sujeta a grandes cambios, la imagen que proyecta el titular del trono, su conexión con el entorno social en el que le ha tocado vivir.
Quizá cuanto rodea el ornato de la coronación sea justamente ese elemento de conexión. Pero resulta excesivamente caro y desmesurado habida cuenta su corta duración -un día más la estela de las jornadas siguientes en todos los medios y en las tiendas de souvenirs-, esa sospecha creciente de que más allá de la tradición, los trompetazos, la bandera y los himnos, poco queda a la vuelta de unas semanas. O puede que sí queda en pie algo tan intangible como la seguridad de que alguien sigue habitando el palacio de Buckingham y de vez en cuando, en ocasiones excepcionales y muy escogidas, es capaz de escenificar en la calle grandezas extintas. Como ha escrito Olga Merino en EL PERIÓDICO con otras palabras, William Shakespeare hubiese escrito grandes crónicas sobre la naturaleza del poder inaprensible del soberano.
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