Le Fumoir

Un patio del Ensanche

Mi infancia en aquella Barcelona incrustada entre el prodigio cultural de los 70 y la orgía olímpica de los 90 transcurría entre aquel jardín poco secreto y mi colegio en San Gervasio

La Torre de les Aigües de la calle Bruc, en el Eixample.

La Torre de les Aigües de la calle Bruc, en el Eixample. / Joan Cortadellas

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

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Mi infancia son recuerdos de un patio del Ensanche de Barcelona. Vivíamos en un entresuelo de la calle Bruch, con una gran terraza modernista de cuya belleza no fui consciente hasta que tuve algo de uso de razón. Delante del patio, bajando una escalera de hierro de dos brazos, había un jardín lleno de gatos, un rosal de espontánea belleza y un pino que era como un gigantesco árbol de Navidad, y que nunca dejó de crecer. Aventurarse en aquel pequeño oasis urbano era, para el niño que fui, como cazar el león en el 'tall grass' del Serengheti. Al fondo, en el muro que separaba nuestra casa de la Torre de las Aguas, había una estatuilla en yeso de la Virgen esculpida en un nicho, algo desfigurada por el tiempo y alumbrada de noche por dos bombillas vacilantes y votivas. Era una Moreneta calcárea. Un simpático oxímoron.

En aquel patio jugaba al fútbol contra una pared o contra mi primo Alfredo, aguerrido defensa central, mientras mi abuela temblaba con que rompiéramos algún cristal de aquella galería inmensa, por la que entraba el sol a raudales y la pelota a menudo. Mi padre me colgó una canasta en el muro a una altura que me parecía inalcanzable, y en esa emoción infantil por el deporte me creía Larry Bird, después de que una amiga de mi madre que vivía en los EEUU me regalara su camiseta verde con el número 33 y las cuatro letras del mito estampadas en la espalda: B-I-R-D. Esas fueron las alas que me permitieron, poco después, llegar al aro con la punta de los dedos, como quien toca el cielo, y ganar mi propio concurso de mates, mientras mi hermano daba vueltas de despreocupación en un triciclo como el de 'El Resplandor'.

Mi infancia en aquella Barcelona incrustada entre el prodigio cultural de los 70 y la orgía olímpica de los 90 transcurría entre aquel jardín poco secreto, hacia donde unos vecinos a los que tenía miedo no dejaban de mirar con envidia, pues ellos no tenían patio de juegos, y mi colegio en San Gervasio, en las faldas del Tibidabo, al que sólo llegaba después de muchas paradas del autobús 22. Era un privilegiado y no lo sabía. Cuando era niño acarreaba complejo por no vivir en la 'zona alta', el desarrollo burgués por encima de la Diagonal, el exilio residencial de los hereus de la burguesía catalana, los barrios donde vivían casi todos mis compañeros de colegio. La Diagonal era una línea de demarcación, el muro invisible entre aquellos dos berlines de mi tonta cabeza.

Pegada a mi casa había una sauna gay. Algunos de sus clientes fumaban un cigarrillo nervioso en la esquina mientras miraban la puerta de soslayo, hasta que el encargado, Toni, un tipo amanerado al que nunca vi vestido con otra cosa que no fuera un pantalón minúsculo y una camiseta 'Imperio', les hacía una señal para que entraran sin cruzarse con los que acababan de salir. Adolescente, me sentía incómodo con sus miradas salaces, pero sabía que aquel hombre, con quien todas las mujeres de mi familia pegaban la hebra, era inofensivo. Yo era el Tadzio de aquel Gustav von Aschenbach turolense y teñido de cobre, mientras me preguntaba por qué no me miraban así mis púberes compañeras de clase.

Un día se declaró un incendio en la sauna, cuyo muro daba a nuestro patio, y Toni se afanaba con cubos de agua como Steve McQueen en 'El coloso en llamas' para salvar su negocio de la ruina, mientras los clientes huían corriendo calle abajo en paños menores. No hubo víctimas, gracias a Dios. El fuego alcanzó el rosal, pero sobrevivió y dio flor aquella primavera. Toda una lección de vida. Pasaron los años y el 'pin-ball' del destino me llevó a otras casas de otras ciudades, pero ninguna tenía un patio modernista con dos farolas que a mis ojos eran los postes de una portería, ni gatos como leones, ni una Virgen que velara por mí mientras creía que volaba como Larry Bird.

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