Mi detestado, mi admirado Picasso
Care Santos
Escritora
Siempre me cayó mal Picasso. Me parecía un engreído, un sobrado, uno que se había creído el rol del genio universal (como si en la soledad de las miserias de cada uno alguien pudiera creerse semejante estupidez), un hombre ridículo con camiseta de marinerito y calva reluciente. Cuando se publicó que además era un machista y un misógino solo pude pensar: me cuadra con el personaje. No solo nació en tiempos de esplendoroso machismo y fue un seductor incansable; también fue un tipo intenso (juzguen ustedes mismos: dejó 13.500 cuadros, 34.000 ilustraciones, 100.000 grabados y ocho amantes conocidas, las ocho interesantes, inteligentes y talentosas).
Admiro a Picasso profundamente. Recuerdo la conmoción que experimenté la primera vez que contemplé el Guernica. La alegría inmensa de poder mostrárselo a mis hijos. El deslumbrante descubrimiento de los bocetos y las fotos que muestran la gestación de la obra. La muda impresión que me produjo descubrir Las señoritas de Avignon en una pared lateral del Moma de Nueva York. O la cantidad de veces que he paseado por las salas del Museu Picasso barcelonés, muchas veces en compañía. Todas ellas, y muchas más, forman parte del álbum de mi vida. Cada vez que las veo cobra mayor sentido el hecho de que sigan ahí, en mi memoria y en mi emoción.
Habrá quien vea una contradicción en lo que acabo de escribir. A mí no me lo parece. Permito que el arte me emocione, a pesar de todo lo que sé de su creador. Saberlo me proporciona otro placer: el del conocimiento, que procuro que no termine en juicio. Juzgar es más fácil que comprender. Si creyera en algún dios le pediría que me libre de juzgar con gratuidad, de creerme en posesión de cualquier verdad, de defenderla desde cualquier tribuna. También de atender a juicios virales, a opiniones cabreadas, a tendencias dominantes, sin permitir que una duda ni que sea ínfima se filtre por las rendijas de lo que creía firme como la roca. Prefiero dudar que verlo todo claro. Del mismo modo, reclamo mi derecho a ser humanamente contradictoria, imperfecta, incomprensible, rechazable en alguno de mis muchos y muy incongruentes aspectos. Como las personas que conozco. Como Pablo Picasso.
Así que, en conclusión: puede que Picasso fuera un indeseable, incluso un auténtico hijo de puta, pero eso no cambia ni un ápice el torrente de emociones que siento al contemplar su obra. Una mala persona -o una persona difícil, acomplejada, insoportable…- puede ser un pintor único. Y de hecho, me encanta que lo sea, porque el arte debe servir para contravenir lo correcto, lo normativo, para romper moldes. Me sumo a quienes exigen la revisión del talento y la obra de esas ocho estupendas mujeres a quienes él, dicen, maltrató. Pero quiero que la revisión sea honesta y rigurosa, para evitar que estas ocho magníficas sean tan solo las ocho mujeres a quienes Picasso humillaba. Y quiero que eso ocurra más allá de las salas repletas de cuadros de Picasso, más allá del centenario y de los fastos del año picassiano. Y, mientras tanto, quiero a mi Picasso de siempre. Mi detestado, mi admirado Picasso.
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