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Esta semana, la escritora Emma Riverola fabula otra mirada sobre el dibujo de la niña rusa contra la invasión de Ucrania

Masha

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Emma Riverola

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Érase una vez una maestra de dibujo. Su trabajo no estaba muy bien pagado, pero a ella le gustaba. Sentía que había algo trascendental en su labor. Cada trazo de la ilustración de un niño podía contener miles de historias. Estaba lo básico, claro: el control de la motricidad. Había alumnos que cogían el lápiz como si fueran a asesinar al papel, eran los que siempre se salían de los límites, los que convertían los rotuladores en escobas o rompían la punta de los lapiceros. Se cansaban pronto, de tanto apretar. Después, estaban los otros. Los opuestos. Los que poblaban el papel de mil detalles, pequeños y precisos. Contemplar estos dibujos era asomarse a la vida del crío. Fascinante. 

La escuela era grande. Un imponente edificio de los años 60 del siglo pasado. Probablemente, de la época de Brézhnev. En invierno, desde los ventanales del aula, se veía una inmensidad blanca. La nieve cubría la esplanada de entrada, el asfalto cuarteado de las calles, las aceras de tierra y matojos. El frío le sentaba bien a la ciudad, le añadía cierta uniformidad estética, y no parecía el rincón pequeño y descuidado que era. Aquí, un edificio. Allá, otro. En medio, matorrales, carreteras y una nada cromática que lo invadía todo. Por eso a la maestra le gustaban los dibujos de los niños: folios en blanco emborronados de esperanza. 

Aunque no siempre era así. No, no siempre encontraba esperanza en los esbozos. A veces, los dibujos gritaban, y lloraban, y huían. No te impliques, advertía el tutor a la maestra, solo te complicarás la vida. Y ella pensaba que el hombre no hablaba con egoísmo, más bien con una mezcla de cansancio, tristeza e impotencia. El profesor solo esperaba el momento de la jubilación. Dicen que, de joven, vivía y trabajaba en Moscú. En una escuela de prestigio. Pero algo pasó, no se sabe. Quizá todo fueran habladurías. Quizá se implicó demasiado. 

Irina, salvada

Pero la maestra aún era joven, y trabajaba en una escuela sin fama de una ciudad en la que nunca pasaba nada. No sentía que tuviera mucho que perder. Así que, a veces, se implicaba. Como con la pequeña Irina. Tardó en darse cuenta. No fue hasta que la niña se dibujó a sí misma con una inmensa mancha roja en la falda. La maestra entendió que algo andaba mal, rematadamente mal. Aquel rojo incendiaba las pupilas. Revisó los dibujos anteriores, ¿cómo no había apreciado las señales? Entonces, denunció. Y la niña se salvó.  

Esta vez pensó que también debía hacerlo: salvar a Masha. El dibujo no dejaba lugar a la imaginación. Una madre y una niña cogidas de la mano, ambas con melena larga y oscura. Tras ellas, la silueta de unas montañas y la bandera de Ucrania con las palabras “Gloria a Ucrania”. Enfrente, la bandera rusa con la inscripción “No a la guerra” y dos misiles que volaban directos hacia ellas. La madre alzaba el brazo, en un vano gesto de frenar el impacto.  

Había una vez una maestra que supo entender la libertad de conciencia, que admiró la valentía de una niña que, más allá de la opinión mayoritaria, quiso defender la paz y la vida. Una maestra que, en su pequeño debate entre el bien y el mal, entre servir a unos a otros, eligió proteger a la pequeña. Quizá hablar con su padre, pedirle discreción. Quizá hacer desaparecer el dibujo, alegar un accidente doméstico. Cualquier cosa. Había mil modos de detener el fatídico efecto mariposa que podía desencadenarse. 

Había una vez… Un cuento. Un ingenuo relato que se burla de la realidad. De una profesora de plástica que corrió a mostrar el dibujo de su alumna a la dirección del centro. De unos responsables que se apresuraron a hacerlo llegar a las autoridades. De un servicio de seguridad nacional que interrogó al padre. De un juicio y de una sentencia y de un padre huido y de una niña enviada a un orfanato. Del jefe de la Wagner, el grupo de mercenarios, defendiendo al padre condenado, desafiando al Kremlin. Al fin, toda la locura de la guerra estallando en un pedazo de papel. Sí, hay algo trascendental en los dibujos de los niños.

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