Parece una tontería
Juan Tallón

Juan Tallón

Escritor.

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El subterfugio

Estaba leyendo cuando de pronto levanté la cabeza y anuncié: "Voy a hacer un bizcocho"

La receta definitiva para hacer el bizcocho perfecto.

La receta definitiva para hacer el bizcocho perfecto. / ShutterStock

No es agradable del todo recurrir a una triquiñuela. Todos preferiríamos no hacerlo. Nos consolamos diciéndonos que no tuvimos más remedio, lo que nunca es absolutamente cierto. Pero ves a los demás amparándose de vez en cuando en una, incluso a tu perro o tu gato, y te recitas con cierta resignación: "Es la vida". Dependiendo –supongo– de la clase de persona que seas, recurres más a menos al subterfugio, o quizás no recurres en absoluto. La persona que realmente eres lo dejamos para otra columna. El caso es que el subterfugio sirve para atajar problemas enquistados, o imprevistos, o aquellos cuya solución se presenta especialmente enrevesada.

Hace unos días estaba leyendo un libro cuando de pronto levanté la cabeza y anuncié: "Voy a hacer un bizcocho". Estaba solo y me sorprendí, porque no adiviné a qué venía aquello. La frase se deshizo en el aire, como muchas de las perífrasis que empiezan con un "voy a…", y continué leyendo. Pero a los 20 minutos, mientras me lavaba las manos y me miraba en el espejo, me dije: "Voy a hacer un bizcocho, me cago en la puta". Eso ya era otra cosa. A lo mejor iba en serio. Lamentablemente, consulté el reloj y ya llegaba tarde a recoger a mi hija al colegio. A la vuelta, como si no pudiese quitarme el dulce de la cabeza, me encerré en la cocina y llamé a mi hija. "Helena, dime la verdad, ¿tú qué sabes de bizcochos?". No solo no se encogió de hombros, que es lo que habría hecho yo, sino que me vio venir. "¿Por qué, vas a hacer uno?" Puse cara de "lógicamente" y ella me devolvió un gesto casi de pena, y comentó: "Papá, no te compliques".

Busqué una receta antes de desinflarme, y seguí los pasos más o menos a rajatabla. El fracaso fue total. Pero antes de que mi hija lo advirtiese, bajé a la pastelería y compré un bizcocho de limón, que le presenté sin comentarios. Después, me quedé pensando en que la argucia es casi un examen moral. Me animé diciéndome que, en última instancia, es una solución para un minuto concreto, y que la vida está llena de minutos y que uno solo no significa nada.

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