Parece una tontería

Se terminó

No niego que las cosas se terminen, pero tan o más cierto es que las cosas continúan

Mecedoras ideales para relajarte en tu jardín y no pasar nada de calor

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Juan Tallón

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«Las cosas se terminan» fue la gran frase con la que le expliqué a la mecedora roja por qué acababa de subirla a Wallapop con la intención de deshacerme de ella. Las cosas es cierto que se terminan. Y lo peor es que a veces se terminan sin una razón. No tenían, de hecho, por qué terminarse, pero media un impulso, un capricho imprevisto, y hacemos que se terminen abruptamente. Solo porque sí. La mecedora está nueva. La compré a la vez que el piso, en una tienda de muebles de diseño. Fue un flechazo. Me salió por un ojo de la cara, confieso. Pero me enamoré de ella antes de ver el precio. Ya no recuerdo cuánto me costó. En la nebulosa nostalgia que dejaron aquellos días en los que la vida parecía fácil, y que al poco empezaría a ser difícil, la mecedora fue cara e inevitable. Eso ocurrió hace 18 años, lo que implica aceptar que la mecedora es vieja.

Apenas la usaba. Me gustaba más mirarla y decirme «es bonita, eh» que ocuparla. No era sencillo ni dejarse caer ni levantarse de ella, aunque una vez encima resultaba cómoda y acogedora. Estar sobre ella se volvía una mezcla de estar sentado y estar tumbado. La maniobra de acomodarse se parecía a un salto al vacío. Casi tenías que cerrar los ojos, aguantar la respiración, y rezar para caer bien. Entonces, te succionaba, te hacía parte de ella. A veces creo que la mecedora pensaba «qué cómoda estoy» cuando alguien se ponía encima. Levantarse podía ser una odisea. A mi madre tuvimos que rescatarla entre dos. Con el tiempo yo fui perfeccionando la técnica y me arrojaba al suelo, y desde ahí abajo reconstruía mi vida. La maniobra se parecía al acto de dejarse caer de la colchoneta al agua de la piscina, solo que sin agua.

Pero qué bonita, qué roja, qué protagonista. Cualquiera que iba a casa, y la veía por primera vez, no se resistía a probarla. Era un caramelo. Después tenías que ayudarlo a ponerse de pie, y el día que volvía por el piso, la rodeaba y se sentaba en el sofá, farfullando «menuda hija de puta», sin quitarle el ojo del todo. Algunas parejas se extrañaban de que no me deshiciese de ella o no la llevase a casa de mis padres, como paso previo mental a perderla de vista para siempre. Resistió a tres mudanzas. En dos de ellas vivió desmontada en el trastero. En la última, en vista de que no hay trastero, la restituí al despacho. No tardaron en aparecer los viejos fantasmas. Volví a ver, pero esta vez con más violencia, al sentido práctico de la vida intentando matar la belleza, con el argumento de que la belleza, si no hay nada más, solo sirve para la belleza, es decir, para nada.

A las pocas horas de colgar las fotos en Wallapop, empezaron a llegarme estúpidos comentarios y preguntas. Me dije «pero qué estás haciendo», que es una de las formas orales que adopta el arrepentimiento, y retiré las fotos y eliminé la aplicación del teléfono y me recordé que casi siempre lo único que importa es la belleza. No niego que las cosas se terminen, pero tan o más cierto es que las cosas continúan, y también sin una razón lógica, solo porque sí.