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Asalto a la cultura democrática

Ramón Tamames y Santiago Abascal, este miércoles, durante el segundo y último día de la moción de censura

Ramón Tamames y Santiago Abascal, este miércoles, durante el segundo y último día de la moción de censura

Albert Garrido

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El tono y la orientación de las intervenciones de la extraña pareja formada por Santiago Abascal y Ramón Tamames durante el debate de la moción de censura de esta semana puso de relieve, entre otras muchas cosas, la estrategia de acoso a la cultura democrática, más visible a cada día que pasa. Con independencia del enfoque caricaturesco que Vox dio a la doble sesión, alejándose ostentosamente de lo que la Constitución y el reglamento del Congreso de los Diputados definen como una moción de censura constructiva -el grupo proponente y su candidato a la presidencia del Gobierno deben presentar un programa-, la orientación general de ambos discursos fue un diagnóstico exaltado en el que se mezclaron lugares comunes bastante alejados del presente, una deslavazada propuesta neoliberal en materia económica, una impugnación destemplada de realidades sociales emergentes, singularmente el feminismo, y una versión revisionista de la historia que arremetió contra la memoria democrática.

Como ha dicho el historiador Julián Casanova, “hay una operación política y mediática de convertir a ilustres víctimas de la represión franquista en verdugos”, un reflejo del pasado sobre cristales deformantes como los del callejón del Gato, incluida la remisión a autores que nunca manifestaron o escribieron lo que a ellos se atribuye (así un argumento sobre el origen de la guerra civil que Ramón Tamames atribuyó al Raymond Carr). Se trata de una reescritura a brochazos de la historia con el objetivo de blanquear aquello no fue otra cosa que un golpe de Estado contra el Gobierno legítimo de la República, la aniquilación violenta de un régimen que dio pie a una sanguinaria represión y retrasó un par de generaciones el progreso que el resto de Europa occidental conoció merced al pacto social que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial.

Nada fue específicamente nuevo en la moción de censura en orden a erosionar la cultura democrática, a la que se sumó el profesor Tamames en un sorprendente ejercicio retrospectivo de revisión de su propia biografía, que incluye dos estancias en Carabanchel durante el franquismo. El auge de la extrema derecha en toda Europa, la transferencia de voto del centro y de la izquierda hacia la oferta ultra y la relativización de derechos en Hungría, Polonia, Italia y algún otro país, hecha por gobernantes que han visto reforzados sus discursos por el cuatrienio de Donald Trump en la Casa Blanca, constituyen la parte más visible del combate por la hegemonía cultural, por sustituir los rasgos distintivos de una sociedad democrática por otros que hunden sus raíces en los peores momentos de la historia europea.

Cuando en el transcurso del debate se recordó al candidato que había unido su voz a la de los hijos y nietos de quienes le encarcelaron quedó acotada una realidad poco discutible, una contradicción en términos entre el anciano catedrático y el legado ideológico que representa Vox. Incluso si el discurso de Tamames hubiese sido todo lo sistemático que se espera de alguien que aspira a ser presidente del Gobierno, tal contradicción no habría desaparecido, probablemente habría quedado más meridianamente clara. El salto del pasado al presente de Tamames es demasiado brusco, demasiado inexplicable incluso para una persona que ha transitado por diferentes experiencias políticas con distinto enfoque ideológico desde que fue elegido diputado por el Partido Comunista en 1977.

Con todos los matices que se quieran incorporar al caso, la decisión de Tamames de sentarse junto a Abascal concuerda con lo certificado por diferentes estudios: la erosión del voto centrista y de izquierdas en favor de la extrema derecha en el seno de sociedades sometidas a un largo periodo de incertidumbre, pérdida de poder adquisitivo y temor al futuro en el que vivirán sus hijos. Al mismo tiempo, tiene que ver con el propósito de desprestigiar la política, demediarla y agrandar la abstención en sectores sociales desmovilizados en los últimos diez o quince años. Valga de ejemplo un estudio realizado en Francia según el cual donde más deprisa progresa la extrema derecha es en lo que antes fueron los cinturones rojos de las grandes ciudades y donde, al mismo tiempo, aumenta la abstención a ojos vista.

La cultura democrática resulta así extremadamente vulnerable. La democracia propia de las sociedades abiertas admite que sus adversarios se acojan a ella para combatirla y construir mecanismos de intervención política que atraen a una parte de la opinión pública, especialmente la más dañada por las carencias que se manifiestan en épocas de crisis. Revertir tal situación es enormemente complicado incluso cuando la arremetida es contra gobiernos progresistas que orientan una parte importante de su tarea a atender las necesidades básicas de los más desfavorecidos. Como si se tratara de una fatalidad inexorable, se cumple lo enunciado en su día por Louis Althusser: la historia es una obra en la que los hombres son los actores, pero no los autores.

El hecho de que la séptima parte de los escaños del Congreso lo ocupen diputados de Vox no es un fenómeno pasajero o un infortunio español. Basta observar el tenor de las manifestaciones en Francia contra la reforma de las pensiones, donde compiten en radicalidad la izquierda extrema y la derecha extrema, para concluir que se manifiesta en España una enfermedad política con núcleos de contagio en todas partes. El enfoque dado al problema por el presidente Emmanuel Macron es inapropiado, consecuencia más que probable de su conocida tendencia a la soberbia y a una mala interpretación de las razones de su reelección -no ganó gracias a su programa, sino gracias al voto para evitar la elección de Marine Le Pen-, pero la explotación de la protesta en la calle no está libre de manipulación; asiste a la sociedad el derecho a oponerse a lo que considera una imposición injusta, pero los episodios de guerrilla urbana desbordan la legitimidad de la resistencia al cambio de la ley.

De la moción de censura de esta semana no debe quedar solo el recuerdo del esperpento, sino la memoria de un proceso crecientemente hostil contra la cultura democrática, cuya hegemonía se pone en discusión cada vez que entra en acción la extrema derecha. Proteger la cultura democrática es un compromiso que no admite tregua y que resulta herido cada vez que la competición política rebasa ciertos límites que ni siquiera en periodo electoral deben dejar de respetarse. La razón es muy simple y de obligado cumplimiento: al exagerarse el encono en el debate político se ponen los cimientos para que sea más fácil desprestigiar la democracia, manipular el descontento en la calle y sumar adeptos al escepticismo. De todo eso fue el debate de la moción, aunque poco se hablara de ello.

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