Acoso en la universidad

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Un fruto más del #MeToo

Que 25 universitarias alzasen la voz hace poco más de un año ha tenido consecuencias muy palpables

Mural reivindicativo feminista en la UAB

Mural reivindicativo feminista en la UAB / Ferran Nadeu

En 2017, el estallido del caso Weinstein sacó a la luz la persistencia en un entorno concreto, el del negocio del espectáculo, de prácticas de abuso, coacciones, discriminaciones y represalias hacia las mujeres por parte de quienes se creían en posición de poder disponer de sus carreras, de sus cuerpos y de su silencio. El #MeToo se convirtió en el acicate para desvelar, denunciar y llamar a la acción contra prácticas enquistadas de machismo estructural en otros muchos sectores. 

Uno de ellos, el de la universidad. Un ámbito de intercambio de conocimientos donde no debería anidar el silencio, la transparencia y la crítica no deberían tener cortapisas y el reconocimiento del mérito académico imperase. Pero al mismo tiempo es una organización fuertemente jerárquica, donde el progreso en la carrera docente e investigadora está sujeto a decisiones demasiadas veces discrecionales y depende de relaciones de dependencia respecto de los directores de departamento, catedráticos y directores de equipos de investigación. Es decir un entorno, como otros muchos, más bien propicio que hostil a que las relaciones de poder permitan que el abuso laboral se desarrolle y se mantenga impune. Y de forma aún más cruda cuando se suma el componente de género. 

No es exagerado decir, y los impulsores del movimiento #MeToo en la universidad así lo aprecian, que un reportaje publicado por este diario en enero de 2022 tuvo un papel clave en el proceso de revisión de comportamientos en el mundo universitario. En él, por primera vez, 25 profesoras e investigadoras daban la cara para romper la ley del silencio. Decidieron explicar el precio que habían tenido que pagar por no plegarse a las exigencias de acoso sexual o de puro y simple vasallaje profesional y personal. Fue el pistoletazo de salida de un proceso en el que cada vez más profesoras, estudiantes y trabajadoras del PAS han decidido dar un paso adelante para evitar que el 90% de los casos de abuso sigan sin denuncia. En el que cada vez más universidades han reconocido la gravedad del fenómeno y han empezado a diseñar protocolos y servicios específicos para afrontar los casos que van aflorando. Que ha conducido a la creación de redes internacionales de apoyo y denuncia. En el que la Administración ha empezado a establecer el marco legal (como en la nueva ley de la ciencia) que permita reaccionar adecuadamente. 

Este proceso prosigue ahora (algunas de las protagonistas de esa llamada de atención han intervenido directamente en su elaboración) con la presentación, por parte de los departamentos de Recerca i Universitats y de Igualtat i Feminismes de la Generalitat, de un protocolo-guía contra el acoso sexual en las universidades. Una serie de recomendaciones (y de recordatorios de que hay leyes que cumplir) cuyo estricto cumplimiento ningún centro universitario debería esquivar. 

Aunque no basta con romper el silencio y con que las instituciones cambien su sensibilidad y actitud. Las víctimas (y quienes les han apoyado) siguen alertando de que existe un segundo abuso, una violencia aisladora que pasa por desacreditar, aislar y entorpecer sistemáticamente la carrera académica de las denunciantes. En poco más de un año se han avanzado mucho. Pero hacer desaparecer la situación de vulnerabilidad que hace posible el abuso requiere de un cambio cultural en el que aún queda mucho camino por recorrer.