El mensaje de Biden: «Yo soy kievita»
Un año después de la invasión de Ucrania, ¿hacia dónde conduce la escalada?
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
El 26 de junio de 1963 —pronto se cumplirán 60 años—, el presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy se desplazó a Berlín Occidental con ocasión del 15º aniversario del bloqueo sobre la ciudad impuesto por los soviéticos. Desde el consistorio, junto al alcalde Willy Brandt, JFK pronunció la célebre frase: «Yo soy berlinés». El viaje, el discurso, constituyeron un espaldarazo a la ciudad, después de que, dos años atrás, se hubiese levantado el Muro de Berlín, 160 kilómetros de hormigón y alambre de espinos, para impedir la fuga masiva de alemanes orientales hacia el sector occidental. «Hace 2.000 años —sentenció Kennedy—, la proclama de la que sentirse orgulloso era ‘civis romanus sum’. Hoy, en el mundo de la libertad, lo es ‘ich bin ein Berliner’. Algunos fragmentos del discurso valdrían para hoy.
Veinticuatro años después, el 12 de junio de 1987, fue Ronald Reagan quien pronunció otro discurso histórico en Berlín, en la mismísima Puerta de Brandeburgo, con motivo del 750º aniversario de la ciudad: «Señor Gorbachov, derribe este muro». Reagan pretendía que el líder soviético se mojara, que demostrara la autenticidad de la perestroika y la transparencia, si bien es cierto que su administración había hecho todo lo posible por enterrar a la URSS, empezando por el multimillonario programa de rearme y la guerra de las galaxias. A Gorbachov le hicieron la cama, una cama con sábanas de Holanda y encajes de Flandes, pero esa es otra historia.
500 millones de dólares
Hoy, ha sido Joe Biden quien se ha desplazado a Kiev, el epicentro del conflicto, con sus Ray-Ban de aviador y una corbata de listas azules y amarillas, los colores de la bandera ucraniana. De cara a sus compatriotas, el golpe disipa el debate sobre su capacidad para encarar un segundo mandato en razón de sus años. En esta ocasión no se ha acuñado una única ‘frase fuerza’, como las de sus predecesores, pero ello no achica el altísimo valor simbólico de la visita. Apoyo incondicional a Ucrania y otros 500 millones de dólares en ayuda militar. Putin ya ha subido la apuesta suspendiendo el último acuerdo con EEUU para el control de armas nucleares.
Justo un año después del inicio de la invasión, ¿hacia dónde conduce la escalada bélica? Disculparán si les confieso que los entusiasmos sin fisuras me enarcan la ceja de la desconfianza. Putin y su régimen no se detendrán ante nada. Sorprende que muy pocas voces hablen del precio a pagar, del erial humano y económico en que convertirá a Ucrania una guerra cuyo final no se vislumbra. Hay que defender al agredido, por descontado, y enviar tanques, pero en paralelo no se ha intentado siquiera escenificar una iniciativa que detenga al menos las hostilidades. Pobre Europa.
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