Desperfectos | Artículo de Valentí Puig

Aquella Barcelona sandinista

Las probabilidades de un giro hacia la libertad en Nicaragua son escasas. Cuando el Estado de derecho no se mantiene ni como ficción, acaba en festejos totalitarios a la manera de Corea del Norte

El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, en una imagen de archivo.

El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, en una imagen de archivo. / INTI OCON / AFP

Valentí Puig

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Barcelona ha perdido tanto nervio que ya ni tiene la pretensión escenográfica de altar del progreso, museo de transgresión radical y arco de triunfo para la izquierda universal. En los 80, hubo una Barcelona sandinista, nutrida de cooperantes que iban a Nicaragua a codearse con la revolución, como en el pasado habían ido a tomar ejemplo de la autogestión yugoslava o pasaban unas vacaciones ideológicas en Cuba. Ni Mao demostró tener tanta seducción como la dinastía de los Ortega, una de las afluencias de corrupción por metro cuadrado más rentables de Centroamérica. 

Para el ultraprogresismo de Barcelona la cuestión era sandinismo o Somoza, una simplificación que permitía ignorar a los sectores liberales nicaragüenses empeñados en propugnar el ritual de las democracias. Luego llegaron los años del Gobierno de reconciliación nacional con Violeta Chamorro. De Cuba y Nicaragua se habla poco, ahora que la izquierda iberoamericana ha llegado a una decantación abrupta. La evolución de Daniel Ortega tiene un toque de procacidad muy personal porque expulsa a ciudadanos ilustres –opositores, prisioneros políticos- y les retira la nacionalidad al tiempo que mantiene a flote la economía gracias a las exportaciones a los Estados Unidos. En 2018, Daniel Ortega reprimió las manifestaciones de descontento y hubo más de 300 muertos. El régimen cierra emisoras, persigue a periodistas, encarcela a disidentes pero la Barcelona de los viejos cooperantes sandinistas añora el autoengaño que es propio de los compañeros de viaje.  

Entre Honduras y Costa Rica, entre el Pacífico Norte y el Caribe, la bulimia de poder de Daniel Ortega y de su esposa –la vicepresidenta Rosa Murillo- corresponde más al paradigma Somoza que al mito Sandino. Comparado con Daniel Ortega, Víktor Orbán es un alumno de primaria. Con la Unión Europea atribulada por el ataque de Putin y unos Estados Unidos que no saben si sancionar a Ortega o mirar para otro lado, los gobiernos de la nueva izquierda callan. Salvo Chile, Colombia con Gustavo Petro, la Venezuela de Maduro, el Brasil de Lula da Silva, Argentina a las puertas de unas presidenciales o un México con rasgos de Estado fallido dejan tranquilo a Daniel Ortega cuando declara apátridas a 222 conciudadanos. El Gobierno español ha reaccionado adecuadamente ofreciendo la nacionalidad a los apátridas de Nicaragua, aunque el partido comunista –socio de Pedro Sánchez- diese la enhorabuena a Ortega cuando ganó las elecciones en 2021. 

Uno de los nuevos apátridas es el escritor Sergio Ramírez, originariamente en el frente sandinista y vicepresidente de Ortega antes de constatar brutalmente cómo la nueva autocracia se retroalimentaba. Incluso los teólogos de la liberación han hablado de “atrocidades contrarrevolucionarias sandinistas”, pero las probabilidades de un giro hacia la libertad en Nicaragua son escasas. Cuando el Estado de derecho no se mantiene ni como ficción, acaba en festejos totalitarios a la manera de Corea del Norte. El desvanecimiento intelectual de Barcelona es otro correlato del sandinismo atmosférico de aquellos tiempos, cuando Guillermo Cabrera Infante –el gran escritor cubano en el exilio- se acercaba para hablar de Lucrecio y los castristas de consulado y de salón le impedían hablar. Es mejor invitar a Sergio Ramírez y que cuente lo que pasa. 

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