Sucedáneo de chocolate
Las variaciones, menores, de detalles, incluso la introducción de palabras que Dahl nunca escribió, laminan poco a poco, sometida a una deformación formal, esa mordacidad
Josep Maria Fonalleras
Escritor
Todo lo que ha ocurrido con Roald Dahl, la reedición de sus textos retocados, maquillados, adaptados a nuevas sensibilidades, merece unas cuantas consideraciones, más allá del estupor que ha generado y de la indignación de cualquier lector mínimamente decente. Las reflexiones son diversas y giran, ante todo, en torno a la autoría. Debemos recordar un detalle nada despreciable. Los cambios en las nuevas ediciones de 'Las brujas', de 'Matilda' o de 'Charlie y la fábrica de chocolate' son fruto del acuerdo entre la editorial Puffin y la Roald Dahl Story Company, que es la entidad que "protege y aumenta el valor cultural de las historias de Dahl" y que se dedica a gestionar los derechos y a fomentar obras caritativas y altruistas con un 10% de los beneficios. Aseguran que cada 2,6 segundos se vende, en el mundo, un libro del escritor. Me parece que no hace falta ir a buscar, pues, un interés comercial en esta maniobra. Es peor que esto. La hipocresía, en ese caso, tendría un fundamento económico: podría ser despreciable, pero justificada. Lo hacen porque sí, porque entienden que el "valor cultural" aumenta si se tergiversan las palabras de Dahl y se adecuan a los parámetros morales. Y ellos mismos (con una capacidad hipócrita suma), editorial y albaceas, tienen el coraje de afirmar que “el principio rector es mantener el argumento, los personajes, la irreverencia y el espíritu mordaz del texto original”, pero resulta que cambian las palabras (la base de toda la literatura), "porque las palabras importan". Son “pequeños cambios” para que “todo el mundo pueda seguir disfrutando de las obras”.
Aquí se genera otro problema. Las variaciones, menores, de detalles, incluso la introducción de palabras que Dahl nunca escribió, laminan poco a poco, sometida a una deformación formal, esa mordacidad. No hay gordos ni feos y las brujas ya no se esconden bajo la apariencia de cajeras de un supermercado o de secretarias, sino que son brujas disfrazadas de científicas o empresarias. Matilda ya no viaja en un barco con Joseph Conrad, sino que visita una mansión con Jane Austen. Y Kipling y la India desaparecen y ahora tenemos a California y John Steinbeck.
Los escritores vivos no sufren por la deriva de su obra en un futuro que no podrán controlar. La tristeza de este cuento es que muchos escriben como si ya estuvieran muertos, temerosos de ser mordaces, asustados ante la irreverencia no permitida por la corrección política.
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