GOLPE FRANCO

Vergüenza propia, vergüenza ajena

Laporta, durante su comparecencia ante los medios.

Laporta, durante su comparecencia ante los medios. / VALENTÍ ENRICH

Juan Cruz

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Cuando murió Jesús Polanco, el muy importante empresario de prensa que dirigió Prisa y presidió El País, Joan Laporta era presidente del Fútbol Club Barcelona. Era al principio del verano de 2007, por entonces Serrat y Sabina hacían una gira mediterránea que fue famosa y que en esos momentos yo me había encargado de cubrir como reportero. El fallecimiento del empresario que había dirigido los destinos del periódico al que en ese momento pertenecía me retuvo en Madrid y aquella mañana, en el tanatorio, eso me permitió conocer a Joan Laporta. Entonces era mucho más flaco, igualmente sonriente. Llevaba corbata azulgrana, un escudo igualmente culé, adornado con un brillante, en la solapa, y una disponibilidad propia de un deportista feliz. Era, por decirlo así, mi presidente.

Años antes, cuando yo no llegaba a ser un adolescente, el Barcelona fue al Estadio Heliodoro López de Tenerife a jugar contra el equipo local, al que ganó por tres goles a uno. En aquella plantilla azulgrana de entonces, de la que solía saberme todos los nombres propios, ahora recuerdo sobre todo el nombre de Foncho, un excelente defensa derecho que fue luego seleccionado para el equipo nacional de España y debutó en Eire con la buena fortuna de que marcó un gol desde la mitad del campo de Dublín. También recuerdo que en aquel momento los partidos del Tenerife se jugaban de día, así que el gentío atendió el juego bajo el sol del Atlántico.

Vi el partido desde lo más alto de la tribuna popular, pero eso no me impidió distinguir a lo lejos la figura de Enrique Llaudet, el presidente azulgrana. Quizá mi alta sensibilidad barcelonista me llevó a distinguir desde tan lejos el escudo que él llevaba en la chaqueta, e imaginé que naturalmente era azulgrana. Así que al día siguiente le envié una carta que no me contestó. Le pedía que me enviara un banderín o un escudo como el que él mismo llevaba en aquel encuentro inolvidable. Durante unas semanas llevé mi decepción a cumplir una promesa difícil: dejar de ser barcelonista. Renuncié al desafío: ser del Barça es para toda la vida.

Condecorado para la eternidad

Pues aquel día en que se producía el entierro de Jesús Polanco mi amigo, exdirector entonces de El País, Joaquín Estefanía, un madridista sin tacha, le explicó al entonces (y ahora lo es también) presidente del Barcelona la circunstancia en la que me hice azulgrana (porque se escuchaba mejor en la isla el sonido de las retransmisiones del Barça) y también lo que me sucedió con Llaudet. En ese momento del relato Laporta se echó la mano hacia su solapa, se sacó de allí su propio escudo tan abrillantado, me lo colocó en mi propio saco y me declaró barcelonista condecorado para la eternidad.

No olvido ninguno de los momentos que me vinculan, para bien y para mal, al Barcelona. Ahora el club está pasando por momentos de vergüenza, y de vergüenza ajena. Observo regocijo en los que dan las noticias antes de que éstas terminen de explicarse, pero hemos de acostumbrarnos a que el fútbol, como otros instantes del momento, constituya un hecho en que las noticias se dan en marcha. Pero, pase lo que pase, lo que ya se sabe es suficiente para aceptar que este es un momento oscuro que debe aclararse de inmediato para que lo que ha hecho el club no llegue al terreno de juego, a los graderíos, al ánimo. Siento vergüenza, y también vergüenza ajena, porque ese escudo que tanto quise ahora está muy lejos de ser brillante.  

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