El problema retorcido del cambio climático
La dificultad para combatir la emergencia climática radica en que los combustibles fósiles están por todas partes y son la base del actual modelo de desarrollo social y económico
Mariano Marzo
Catedrático emérito de la Universitat de Barcelona (Facultat de Ciències de la Terra).
Una manera de comprender la singularidad del desafío del cambio climático es compararlo con lo sucedido con otra amenaza ambiental que hace unas décadas alarmó al mundo, pero que hoy parece estar bajo control: la destrucción de la capa de ozono.
En la década de 1930, los clorofluorocarbonos (CFC) empezaron a utilizarse industrialmente como refrigerantes y propulsores de aerosoles. Sin embargo, a principios de la década de 1970, los científicos descubrieron que, cuando los CFC alcanzaban la estratosfera, desencadenaban una reacción química que degradaba la capa de ozono. Una mala noticia porque, cuando se elimina el ozono, aumenta la cantidad de la radiación solar ultravioleta que incide sobre la Tierra. Esa radiación resulta perjudicial para los organismos ya que puede destruir el ADN, dañar las células y favorecer el desarrollo de procesos cancerígenos. Sin la capa de ozono, no existiría la vida tal y como la conocemos en nuestro planeta.
En el transcurso de su investigación sobre los CFC, un día, al ser preguntado por su esposa sobre cómo iba su trabajo, el químico Frank Sherwood Rowland comentó: “el trabajo va muy bien, pero puede significar el fin de la humanidad”. Que eso no sucediera fue gracias en parte a su esfuerzo, y a los de Paul Crutzen y Mario Molina, que compartieron con Rowland el Premio Nobel de Química en 1995 por su investigación que relacionaba claramente los CFC con la erosión de la capa de ozono.
Sin embargo, el conocimiento científico por sí solo no era suficiente para solucionar el problema. Hubo que esperar hasta la década de 1980 para que los gobiernos empezaran a dar pasos para prohibir el uso de los CFC, decisión que se aceleró tras el descubrimiento de un agujero en la capa de ozono sobre la Antártida en 1985. Dos años después, la comunidad internacional adoptaba el Protocolo de Montreal, un acuerdo global para la reducción progresiva de las sustancias que consumían el ozono, incluyendo los CFC. Dicho protocolo ha sido calificado por el exsecretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, como “el acuerdo internacional más exitoso logrado hasta la fecha”. Gracias al mismo, la destrucción de la capa de ozono pudo ser detenida, esperándose su práctica restauración hacia 2050.
El Protocolo de Montreal representa la respuesta ideal a los riesgos existenciales de origen humano: se da crédito a la ciencia, se diseña una solución técnica y política y se implementa rápidamente. Entre los trabajos de Crutzen, Molina y Rowland sobre los efectos destructivos de los CFC y la adopción del protocolo pasó poco más de una década. Esto es exactamente lo que se pretendía hacer con el cambio climático, sin que todavía se haya conseguido. Y, probablemente, la principal razón para ello no resida en la incapacidad de los políticos, en conspiraciones de poderes ocultos o en la apatía de la población, sino en la propia naturaleza del desafío del cambio climático: técnicamente hablando afrontamos un “problema retorcido” (busquen lo entrecomillado en Wikipedia)
Mientras los CFC estaban en gran medida limitados a los refrigerantes y los espráis de aerosoles -una parte muy pequeña de la economía- los combustibles fósiles están por todas partes y son la base del actual modelo de desarrollo social y económico. Asimismo, mientras los efectos de la destrucción de la capa de ozono pudieron ser visualizados de forma inmediata e innegable -en forma de un gigantesco agujero sobre el Polo Sur- los efectos del cambio climático tienen efectos retardados, a veces camuflados entre la variabilidad natural de los fenómenos meteorológicos extremos. Y, por otra parte, mientras muchas de las grandes compañías fabricantes de CFC habían empezado a trabajar en sustitutos efectivos años antes de la adopción del Protocolo de Montreal, no existe una sustitución técnica universal, rápida, simple y barata, al petróleo, gas natural y carbón, que juntos cubren casi el 81% de la demanda mundial de energía primaria.
Los líderes políticos de 1987 no eran más sabios que los actuales. Ni las industrias ni los ciudadanos tenían un mayor grado de concienciación y compromiso medioambiental. Simplemente, eliminar los CFC era una tarea mucho más fácil.
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