Limón & vinagre | Artículo de Josep Cuní

Erdogan en su quimera

Aquel líder modesto y sin pretensiones en quien occidente confió para contener la corriente migrante e islamista que tanto preocupaba, se había convertido en el megalómano que ocupa un lugar destacado entre los líderes autoritarios

Archivo - El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, en el Parlamento, en Ankara

Archivo - El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, en el Parlamento, en Ankara / -/Turkish Presidency/dpa - Archivo

Josep Cuní

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Paciencia. Esto le ha pedido al mundo la justicia chilena que intenta aclarar desde hace años si Pablo Neruda murió de cáncer o fue envenenado por el régimen de Pinochet. El ladrón del poder democrático levantado pocos días antes. La tercera comisión internacional que lo investiga no ha conseguido cumplir con su objetivo y el sobrino del poeta lo lamentó dolido e indignado.

Se diría que, por un instante, se dejó llevar por aquella canción desesperada de su tío con la que concluía su poemario más celebrado. El premio Nobel, en cambio, había loado el aguante cuando sentenció que “solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano”.

En la vida real, en cambio, los elogios a la resignación, siempre recurrentes en iglesias de todo tipo, suenan a ficciones estereotipadas. En especial ante desgracias colectivas por mucho que se repitan en sermones y plegarias necrológicas. O quizás, precisamente por esto. Cuando sabe que no le queda más remedio, al ser humano le harta que otros le pidan el aguante que ya aplica. Y más cuando la tragedia es fruto del imponderable natural, inesperado, que no discrimina pero separa, que no se anuncia pero derrama, que no elige pero condena. Y le duele porque sabe que también lo es de la desidia e indolencia de los representantes públicos alejados de sus obligaciones reales pendientes como están de su propia supervivencia nunca suficientemente saciada.

Para paliar la debilidad envuelta en farsa, a los señalados siempre les queda la retórica del predicador locuaz, la imagen de proximidad engañosa y el rostro aparentemente compungido en un breve recorrido por la zona devastada en la que saben que no invirtieron recursos públicos necesarios ni se exigió el control de construcción sugerido por los técnicos.

Ante tanta deficiencia, la respuesta del presidente de Turquía ha sido pedir paciencia a las víctimas de los terremotos. Lo hizo entre los gritos de auxilio de los cuerpos atrapados, los sollozos de los supervivientes desprotegidos y la urgencia de la ayuda impotente. Y así fue como Recep Tayyip Erdogan (Kasimpassa, 26 de febrero de 1954), pisó el terreno sacudido tres días después y achacó la desgracia a los planes del destino. Intentaba revertir la versión de la oposición que denunciaba mala coordinación. La habían percibido las oenegés que intentaron llegar antes para abrir las carreteras cortadas, agilizar los hospitales saturados y repartir la sangre retenida. 

Por unas horas, Erdogan había bajado a los infiernos desde el palacio que mandó construir y donde reside desde 2014. Edificado en medio de bosques antes protegidos, el gran edificio con más de mil habitaciones, búnker, centro de convenciones y galería de arte nada tiene que envidiar a las grandes residencias donde la historia decidió algunas de sus páginas trascendentales. Y así fue como el día que se inauguró, se desveló que aquel líder modesto y sin pretensiones en quien occidente confió para contener la corriente migrante e islamista que tanto preocupaba, se había convertido en el megalómano que ocupa un lugar destacado entre los líderes autoritarios. Los agrupados por Gideon Rachman en un libro que denuncia como el culto a la personalidad amenaza la democracia en el mundo.

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